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Naryn, puerta de entrada a Tash Rabat Naryn, puerta de entrada a Tash Rabat
Una vez más los planes no salían como yo quería, sino que seguían el rumbo que les daba la gana. Algo que, en muchas... Naryn, puerta de entrada a Tash Rabat

Una vez más los planes no salían como yo quería, sino que seguían el rumbo que les daba la gana. Algo que, en muchas ocasiones, me encantaba y en otras, me horrorizaba. Continuando rumbo al sur, mi siguiente parada sería en Naryn, donde el río que lleva su nombre, el mayor de Kirguistán, ha excavado una garganta en las montañas al cobijo de la cual se encuentra el pueblo, uno de los más pobres del país. Los 120 kilómetros por la A365 que separan Kochkor de Naryn se volvieron infernales y no por el mal estado de la carretera —que gozaba de un perfecto asfalto que habría disfrutado muchísimo más con mi «Trailera» que con Desna—, sino por las circunstancias que rodearon el viaje. A tan solo 25 kilómetros del inicio del mismo la moto, simplemente, se paró. Intenté arrancarla varias veces, pero no parecía querer hacerlo. Así que escribí un mensaje a Marat para explicarle lo sucedido. Manos a la obra seguí sus instrucciones mientras, de la pequeña bolsa que llevaba de portabultos delantero, extraje un amasijo de herramientas ferruginosas. Me indicó que le enviara fotografías de la moto y gracias a ellas me iba localizando dónde estaba situada cada cosa. En momentos como este sería genial tener unas nociones mínimas de mecánica. Pero de nada valía lamentarse. No era el momento para ello.

Dolon Pass�

Retiré con cuidado el pequeño anillo metálico que sujetaba la goma por donde pasa la gasolina para comprobar que, efectivamente, lo estaba haciendo y así empezar a descartar posibles averías. De rodillas, en aquel suelo lleno de boñigas secas, no tardaron en parar su coche tres chicos jóvenes de los cuales podría decir que, si yo no sé nada de mecánica, ellos parecían saber menos aún. Miraban la moto por un lado, por otro, pero en realidad no hacían nada y tampoco hablaban nada de inglés con lo cual con un apretón de manos les hice la señal de «gracias por haber parado y adiós, muy buenas». Y continué allí siguiendo las instrucciones de aquella persona al otro lado del teléfono que, después de aquello, me indicó que girara el tornillo para poder subir el ralentí. Después de varios intentos fallidos, parece que Desna dejaba de calarse. Me subí en ella y continuamos ruta como pudimos, a tirones y despacio. Bueno, en realidad los últimos 30 kilómetros fueron los que más caña le di de todos porque las ganas por llegar eran tantas…

 

Dolon Pass�

El atravesar el Dolon Pass a 3030 metros de altitud fue de lo más extraño en cuanto a que apenas me dio la sensación de estar subiendo un gran puerto, quizás porque el punto de partida ya estaba situado en una cota bastante elevada. En lo alto, aguanieve y camiones de obra que embarraban los dos carriles de la carretera dificultaban la circulación y si a eso le sumamos la inestabilidad de aquella moto y la procedencia china de los neumáticos que llevaba puestos, era para echarse las manos a la cabeza. Mis brazos y mi cuello se tensaron al unísono y de la mejor manera que pude inicié el peligroso descenso en el cual el asfalto brillaba a modo de pista de patinaje. Por mi cabeza el único pensamiento que discurría era el de que aquello pasara lo antes posible y, como desearlo fue atraerlo, al poco de terminar el descenso, las nubes abrieron paso durante unos instantes a una pequeña ventana de cielo azul que aproveché para continuar ruta sin apenas pararme a fotografiar los extraordinarios paisajes por los que iba atravesando.

Sorprendentemente veo a lo lejos dos motos, las primeras de hoy, y además son dos BMW R1200 GS Adventure. Les hago el saludo en V y me lo devuelven sin dejar de mirarme. En la carretera, el tráfico es apenas nulo por eso mi paso por los pueblos es aún más llamativo. En Kazan-Kuygan —nuevamente bajo la lluvia— son los niños los que me levantan sus pequeñas manos saludándome. Les sonreí, aunque imagino que ni siquiera se dieron cuenta al llevar el casco puesto. La bajada a Naryn es sorprendente y, una vez en el pueblo, la vida de sus gentes se distribuye a ambos lados de la calle principal, Lenin Street.

Niño de Kazan-Kuygan

 

La confusa búsqueda de un lugar donde dormir me llevó a utilizar Maps.Me, en esta ocasión para encontrar uno. Algo que resultó bastante confuso puesto que, según lo que estaba viendo, ya debería estar delante de él, pero aquellos edificios parecían más bien estar abandonados y, por mi bien, más vale que lo estuvieran y aquello no fuera el lugar donde pasaría la noche. Así que, después de preguntar a varias personas sin resultado positivo alguno, decido acabar llamando por teléfono al «Nomads Travel», donde dormiría por 7 euros con desayuno incluido. Una voz de tono muy dulce me contestó y, en inglés, me dijo que la esperara en el sitio en el que me encontraba y que vendría a buscarme, puesto que en Google la dirección que aparecía no era la adecuada. Ya podía haber seguido buscando que no hubiera habido forma de encontrarlo.

En realidad, no tardó nada en aparecer por allí Gulzat, una chica joven, de poca estatura y tez morena. Su cara se correspondía con la dulzura de su voz. Y, afortunadamente, conectamos al instante. Atrás quedaba la frialdad que me había transmitido aquella familia en Kochkor y se abría la puerta a la posibilidad de una nueva conexión con una persona que, aparentemente, ofrecía humildad y sencillez. Admirada por mi llegada en moto, Gulzat me definió como una mujer «pequeña pero fuerte», algo a lo que ya me tienen más que acostumbrados ciertos comentarios. Me enseñó mi habitación en la que había tres camas, ninguna ocupada, y al tener la posibilidad de escoger, lo hice con la que estaba más próxima al enchufe para poder así ir cargando cámaras y teléfono.

Brevemente me introdujo en algunas de las cosas que podría ver en la ciudad, entre las cuales destacaba, por supuesto, la mezquita central de Naryn, a la que previamente ya le había echado un ojo en internet y, más recientemente, a mi llegada. Aprovechando que eran alrededor de las 16:00 h, salí a capturar rincones, momentos, la vida de sus habitantes, y conseguí hacerlo mientras fotografiaba a un abuelo paseando a su nieto, a los niños saliendo del colegio, un señor esperando el autobús… Me parecía todo tan especial. Quería disfrutar de esta experiencia única que estaba viviendo y quería hacerlo desde el punto de vista de sus gentes, las cuales, hasta el momento, me habían regalado su amabilidad.

 

Naryn será para mí algo más que la «puerta de entrada a Tash Rabat», se convirtió en uno de los lugares que más impacto causaron en mi viaje por uno de los países más bellos de Asia Central: Kirguistán.

Tash Rabat, caravanserai de la Ruta de la Seda

A poco más de cien kilómetros de Naryn y algo menos de dos horas se encuentra en medio de la nada este lugar de descanso de los mercaderes de la Ruta de la Seda alejado de cualquier resquicio de bullicio humano en el que el tiempo no puede medirse, sino más bien olvidarse.

 

La A365 a la salida del pueblo dibuja un vertiginoso ascenso que suele ir acompañado de un asfalto inevitablemente sucio por las heces del innumerable ganado, que frecuentemente atraviesa la carretera, para culminar en lo alto con la visión de una interminable recta a cuyos lados se alzan imponentes montañas a modo de guardianes protectores. El paisaje es desgarradoramente bonito. Los caballos se convierten en dueños de los prados y bajo un tímido sol mañanero pastan libremente sin importarles el entorno. La ruta se convierte en una intensa combinación cromática en la que los amarillos y ocres cobran gran importancia y en la que tuve la suerte de no encontrarme nieve, algo muy frecuente en esta época.

Unos quince kilómetros de pista en bastante buen estado —y para que lo diga yo, es que tiene que estarlo puesto que no me gustan nada— nos llevarán hasta este lugar de ensueño del s. XV, en el que la silueta recortada de las «peladas» montañas dibuja en el cielo un contorno bastante bien definido. Tuve la suerte de que era septiembre, uno de los que considero mejores meses para viajar, y que aquel lugar que yo pude visitar tranquilamente y sin agobios, hace un mes hubiera estado abarrotado de gente. Nada más llegar, dos señoras me ofrecen poder entrar a ver el interior del lugar no sin antes dejarme claro que debería pagarles 100 som (1,20 euros), una cantidad realmente irrisoria. Si fuera hacía frío, dentro aún hacía más. En el suelo de una de las estancias mi imaginación logra darle forma de corazón a una de las piedras que allí se encontraban. No sé si la tenía o no, pero para mí, aquella silueta estaba allí colocada a modo de «mírame». Y así lo hice.

Varios perros corrían dentro de aquel recinto donde se disponían varias yurtas ubicadas a modo de dormitorios. No quiero imaginar el frío que debe hacer por la noche. Miré al cielo y las nubes ayudaron a que las tonalidades amarillentas de las montañas, por instantes, se cubrieran de sombras. Explorando el lugar, descendí hasta la vera del río. Sus aguas manaban tranquilas y limpias. Junto a ellas, las vacas descansaban despatarradas y haciendo ver como que el asunto no iba con ellas. No querían que las molestaran y yo, sinceramente, también quería lo mismo. De regreso a Naryn, el Nomads siguió siendo mi alojamiento. Eran poco más de las 15:00 h, hora perfecta para poder descansar algo, no sin antes parar en el Nomads Café, un bar muy próximo en el que la comida realmente resultaba bastante exquisita. Una tortilla de vegetales, un zumo de naranja y un té verde llenaron mi estómago hambriento y algo revuelto. Revisé a Desna y, después de un día en el que, de nuevo, las sensaciones fueron increíbles, me acosté temprano sin poder pegar ojo hasta altas horas de la madrugada.

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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