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En Harley por la Ruta de la Seda En Harley por la Ruta de la Seda
Estaba en la ciudad india de Rishikesh, y  cuando después de unos cuantos días sin internet me pude conectar tenía un mensaje de Quique... En Harley por la Ruta de la Seda

Estaba en la ciudad india de Rishikesh, y  cuando después de unos cuantos días sin internet me pude conectar tenía un mensaje de Quique Arenas: “Ato, me gustaría que volvieses a escribir un artículo de tu viaje en la Pamir con la Harley, quiero que esta vez seas la portada”. Desde luego que lo primero que le dije fue gracias y lo segundo fue preguntarle por los plazos. “Sin ninguna prisa, cuando puedas”, y eso me alivió. Me alivió ya que no podía escribir ninguna palabra cuando todavía estaba en el viaje. Hay que dejar que el viaje haga poso en ti y sólo cuando lo pudiese mirar con una distancia suficientemente alejada podrían salir palabras coherentes y un relato del que pudiera estar contento. No os engaño, he empezado este artículo varias veces y he cerrado el ordenador sin guardar el documento cada una de ellas. Menos esta vez.

Madrid-Japón por la Ruta de la Seda

Tampoco tiene sentido empezar este texto sin poneros en contexto. Durante unos años siempre quise hacer un viaje algo más largo de la cuenta. En el verano de 2018, las circunstancias profesionales me permitieron hacerlo. Me fui a Nordkapp en un viaje que sería de un mes y medio y terminó siendo de casi 4 meses. ¡Maldito y bendito viaje! Con ese viaje empezó todo. En el argot de los viajeros me había picado el bicho. Ese maldito y bendito bicho, a la vez, que se llama “necesidad de viajar” aunque yo prefiero llamarlo “necesidad de salir”. Con ese viaje yo pensé que ya estaría mi cupo completo. Yo pensé que ya había cumplido uno de mis sueños. Yo, erráticamente, pensé que podría volver a tener una vida normal. Estándar. Levantarme a las 8, coger el metro, trabajar mis horas, quejarme del jefe, pedir una hipoteca al banco, pagar durante 30 años y cuando esté al borde de la jubilación tener una propiedad que dejar a mis hijos. Soñar durante 11 meses al año sobre el viaje a realizar en un hotel de 5 estrellas durante un mes. Pero desgraciadamente (hago foco en ese desgraciadamente) me había picado el bicho. Cuatro meses en Madrid cogiendo el metro por las mañanas fueron suficientes para tomar una decisión. Iba a enfocar los próximos años en poder dar la vuelta al mundo en pequeñas etapas. Trabajar 6 meses, viajar otros 6. En 4 años conseguiría pasar por todos los continentes. Y este año comenzaba el primero. Madrid-Japón en Harley por la Ruta de la Seda.

En Harley por la Ruta de la Seda

Tan sólo tuve 15 días desde que lo decidí hasta que saldría. Y en realidad sobraban 14. Para este viaje tan sólo necesitas tener unos visados, que se hacen todos online, y la moto lista. Los mapas y 6 camisetas del Decathlon fueron las únicas compras que hice. Es más, el billete de ferry de Barcelona a Roma lo compré en el camino, en una estación de servicio cercana a Zaragoza. Me gusta y lo prefiero. Viajar sin plan. Porque si algo me ha enseñado el camino es que los planes lo único que consiguen es que te frustres en caso de no poder cumplirlos. Aprendí que lo mejor que puedes hacer continuamente es improvisar. No he reservado nada en el viaje. Todas las decisiones las he tomado al levantarme. Y el siguiente destino también lo decidió el viaje. En origen de Italia iría a Grecia, pero tras entretenerme en Roma algo más de la cuenta el ferry que iba a Grecia ya no me daba tiempo a cogerlo.

Italia no se merece una pasada rápida para ver sin ver. Visitar sin conocer. Así que cuando eso ocurre es mejor coger el casco, ponerse los guantes y partir. Busqué otros destinos jugando con las distancias y tiempos que marcaba Google Maps. Había dos opciones irnos a Albania o a Croacia. Para el segundo destino iba muy justo en tiempos si no quería hacer otra noche más en Italia, así que me dirigí al ferry que salía por la noche dirección Durrës en Albania. Segundo ferry del viaje y visita a ese país europeo que muchos dicen que es lo más cercano, obviando a Marruecos, a viajar a otro continente sin normas. Desgraciadamente para los que buscamos adrenalina, de lo que había oído o leído quedaban solamente los viejos Mercedes y saltarse alguna pequeña norma de tráfico como poder ir sin casco en algunas carreteras montañosas. Del resto de lo leído queda poco. Gente afable, un país mucho más moderno de lo que mencionan las crónicas y buenas carreteras por las que perderse.

Estas carreteras me llevaron, de casualidad, a comenzar la via Egnatia que desde Macedonia hasta Bizancio o Constantinopla o Estambul (os dejo elegir) me acompañaría. Desde Macedonia, ya me di cuenta que este viaje era completamente diferente al viaje anterior. La gente. Hacia Nordkapp recorrí toda Europa. Sin problemas de inglés, sin problemas de comunicación o sin problemas a solucionar. Pero Europa te hace sentir completamente solo. Puedo contar con los dedos de mi cuerpo las veces en las que la gente se había parado a hablar conmigo. Incluso en hostels, albergues o pubs. Y aquí, en Macedonia, ya no podía contar con los dedos de mi cuerpo las personas que se habían parado, desde que salí, a hablar conmigo. Y siguiendo sus consejos, que te suelen llevar siempre a los sitios menos conocidos, recorrí Grecia y dos de sus islas, una conocida y visitada principalmente por búlgaros y rumanos, Thasos, y la otra, más desconocida con tres ferries semanales y sin cobertura en ella, Samothrakis. Sin darme cuenta ya llevaba unas semanas de viaje en lo que llegué a Estambul. En un viaje de este tipo saltároslo. Para eso tenemos Ryanair. Pero ir en moto es absurdo aunque sólo sea por el atasco y más en mi caso, que en mi obsesión por visitar los sitios que me han recomendado, tuve que retroceder para llegar a la antigua ciudad romana de Pérgamo que me saludó con un festival local.

Por las carreteras de Georgia

Desde allí desplegué mi mapa de Turquía y tenía muchos puntos rojos de sitios que ver. Como si de un libro de niños de unir puntos fuese, traté de dirigirme a aquellos que se iban antojando en la misma medida que los kilómetros pasaban. Ahí pude visitar Éfeso, Pamukkale, Esparta, Konya… incluso durante una jornada y 200 kilómetros llevé a un autoestopista en el asiento de atrás que, una vez acostumbrado a la hospitalidad turca, no me sorprendió que me invitase a su casa y a degustar los platos típicos turcos y té. No vayáis a Turquía si no os gusta el té. Echar gasolina se convierte, siempre, en un proceso de dos horas donde todo el mundo quiere saludarte con una sonrisa y una taza de té. Con todo ello alcancé la ciudad de Nevsehir. Antes de que despleguéis un mapa es la ciudad grande de la Capadoccia pero fuera de la Capadoccia, a unos 5 kilómetros y un 80% más barata que Goreme. No tenía ninguna gana en origen de visitar la tan fotografiada Capadoccia pero me comí mis palabras. De veras, ver el cielo a las 5 de la mañana repleto de globos con unos pilotos que poseen un control casi absoluto sobre ellos es increíble. Ahí estuve unas 3 o 4 noches, descansando, pensando en los próximos pasos y cortándome el pelo al estilo turco.

Y ahí, cuando ya había decidido llegar a Georgia con el Mar Negro en mi costado izquierdo, cuando ya tenía esa mañana la moto cargada y estaba tomándome el segundo café apareció un profesor universitario que me cambió los planes. De nuevo en mi afán por lo exótico y la adrenalina que conlleva, llevaba desde que entré en Turquía pensando en eso que llaman el Kurdistán. En Madrid, Kurdistán suena mal, no nos engañemos termina en “stán”. Y en muchas partes de Turquía parece que también. Muchas de las conversaciones de gasolinera terminaban conmigo desplegando el mapa, y os diría que casi sin excepción, todo el mundo me decía que no se me ocurriera pasar por allí. “Tourist” decían mientras pasaban la mano por el cuello en señal de que en esa zona la gente no sería muy amistosa conmigo. Pero con cada persona que me lo decía más aumentaban mis ganas de visitar aquella zona. Ese profesor, sin acento debido a su estancia durante más de 10 años en EEUU, me dijo con el mapa sobre la mesa que bajase hasta el Kurdistán turco. Que no me iba a arrepentir y que es un gran desconocido. Le hablé de lo que me habían dicho y él me habló del nacionalismo turco existente en la actualidad y que no temiese por mi vida, que estaba el ejército por todos lados. No sé si me tranquilizó esta última afirmación pero desde luego me entraron ganas de comprobar las cosas con mis ojos y no por los periódicos que deben en su mayoría las noticias a intereses de los anunciantes. Lo dejaríamos al azar y lanzamos una moneda 3 veces al aire para comprobar entre risas hacia dónde partiría ese mismo día. Y sí, el azar me llevó a la cuna del cristianismo, a la frontera con Siria, al punto más oriental del Mediterráneo turco. Partimos hacia Antioquía, lugar donde se encuentra la que se conoce como la primera iglesia cristiana.

Los globos aerostáticos recortan el horizonte en Capadocia (Turquía)

Después de encontrarme por la calle con una señora española que identificó mi matrícula y que se encontraba entregando un cargamento de medicinas que iban hacia Siria, traté de ir sin éxito a un campo de refugiados pero están todos controlados por el ejército turco y no son muy amigos de que te metas en asuntos que ellos consideran que no te conciernen. Tampoco pude atravesar la parte norte de Siria, zona ahora segura, por “mi seguridad”. Así que el siguiente objetivo en mi cabeza para esa semana sería alcanzar el monte Ararat, cruzando enclaves tan bonitos y diferentes como Sanliurfa (Urfa para los turcos) o el lago con un azul sorprendente de Van. Controles militares en cada entrada y salida de todas y cada una de las ciudades. Ciudades engalanadas con banderas turcas tal vez para recordar a todos los kurdos quien manda ahí.

Sin mayores contratiempos alcancé la frontera georgiana no por el paso fronterizo de Batumi, sino por el paso de Türgözü. Frontera que me llevó horas pasar por la cosa más absurda que nunca me había pasado en una frontera. Al ver el botiquín, quisieron indagar más sobre las “sustancias” que llevaba encima de mí. Curiosamente el Frenadol, tan vendido y anunciado aquí, tiene un componente psicotrópico aunque en baja cantidad. Esto me llevó a estar retenido durante algo más de 6 horas. Comprobando todas y cada una de las medicinas y midiendo la cantidad de “psicotrópico” que llevaba encima. Por suerte un blíster no era suficiente cantidad. Si hubiera llevado dos, el resultado hubiera sido tráfico de drogas. Me reía con el policía mientras le enseñaba videos de YouTube de los anuncios de Frenadol y él también se reía, pero me decía “problem, problem”.

La poderosa silueta del monte Ararat

Después de muchas fronteras en moto, he de decir que el cambio entre Turquía y Georgia puede que sea igual de radical que el cambio entre España y Marruecos. Da la impresión de que no ha habido ni un ápice de intercambio cultural entre estos dos países en toda su historia. Pasas rápidamente de ver la tez turca en los rostros de la gente a ver a un “ruso” blanquito y simpático. A Georgia le tenía ganas, muchas, pero le voy a dedicar pocas palabras aquí, porque lo único que os puedo decir es que es una pequeña joya tanto en historia, como en paisajes, cultura, etc y etc. Para los aventureros offroaders se antoja un paraíso. Para los que os guste el buen beber, otro. La comida, sin ser espectacular, saciará diariamente a base de khachapuris todo vuestro apetito y si al terminar aceptáis el chacha que os servirán, mejor que dejéis la moto aparcada. Tenía además alojamiento en casa de unas amigas lo que me hizo obligarme, después de 10 días, a salir de allí y entrar en el corrupto Azerbaiyán y su famoso barco que terminé llamando “Maybe”. 6 días estuve esperando a zarpar con sus 5 noches mientras diariamente me decían que “maybe tomorrow”. Y eso fue lo mejor que pude hacer, zarpar de aquel país exportador de crudo en el que en un concesionario de Harley situado cerca del concesionario de Ferrari y Lamborghini no supieron ni cambiarme el aceite. Al menos tenían filtros y en plena calle pude cambiar los tres aceites que lleva el tractor de 500 kilos tras los primeros 8.000 kilómetros. Ese país en el que Bakú es algo artificial enclavado en un paisaje triste donde las personas ajenas al crudo viajan en Ladas de hace 40 años.

Carretera concurrida en Kazajistán

Y… ¡comienzan los “estanes”! Tras llegar a Kazajistán a las 12 de la noche, el paso de frontera se hizo pesado. Preparado para camiones y mercancías, unas motos junto a otras autocaravanas hechas con antiguos camiones de bomberos Mercedes suponíamos un estorbo al que despachar sin mucha celeridad. 6 horas allí, acumulado al cansancio de haber dormido en el puerto, hicieron de esa jornada una pesadilla para el cuerpo. Suerte que fui acompañado de una chica checa (Martina) y una pareja de holandeses desde el puerto de Bakú. Con ellos fui hasta la frontera con Uzbekistán, aunque ellos se quedaron en Kazajistán y yo decidí pasar la frontera. Echando la vista atrás, ellos acertaron y yo me embarqué en la primera travesía offroad de este viaje. Eso junto con una tormenta de arena, que se hizo de noche y que me perdí… pues no tenía yo todas conmigo de que estaba en el camino correcto. Pasé la frontera a eso de las 4 de la mañana y tras descansar como pude en un sofá que hicieron cama, me enfrenté durante los dos días siguientes a las peores jornadas, sin duda alguna, del viaje. Una recta infinita en una carretera destartalada en la que con suerte te ibas cruzando con un coche cada hora. Cargado con 20 litros extra de gasolina 95 que me agencié en el último pueblo de Kazajistán llamado Beyneu, los baches, el polvo y el calor, se apoderaban de mí. No sé la cifra exacta en grados centígrados, unos me dijeron que 52, otros que 47 (no llevo indicador de gasolina como para llevar de temperatura), yo sólo os puedo decir que hasta los emblemas de la moto se despegaron (y ahí siguen despegados). Las dos veces que mee, mee al motor de 1.500 cc que ardía. A la vez, recordaba las palabras de aquel soldado de 18 años en el paso fronterizo que se hizo 50 fotos conmigo y me permitió saltarme todas las colas de pasaporte: “es más importante el agua que la gasolina”. Qué razón. Eso es el desierto. No es el Sahara o Arabia Saudí. No. Pero es que la definición de desierto es la de un bioma de clima árido donde las precipitaciones son escasas y existe poca vida. Y esto lo es, de hecho está considerado como uno de los grandes desiertos del mundo, y más después del desastre ecológico del mar de Aral.

 

Esto, amigos, es uno de los sitios que quise visitar al salir de España pero que ningún local me aconsejó. Ni por mi moto, ni por viajar en solitario, ni por las temperaturas extremas que se mostraban esos días -luego me indicaron que estaban en alerta roja por ser el día más caluroso del año-. Hay gente que ha ido sola, bastante, pero también conozco casos que se han quedado tirados a la espera de que alguien fuese a recogerles. Gente que se ha perdido y gente que ha muerto. Y normalmente trato de ver en las miradas cuando me dicen que “es peligroso” si realmente lo es y esta vez era una de esas en las que veía miedo. Yo tenía suficiente con llegar a algún lugar que me pusieran agua pues los 4 litros que llevaba habían volado (uno de ellos literalmente). Después de las visitas obligadas a Khiva, Bujara y Samarcanda (la primera para mí la más auténtica y sobre todo por la noche) y con Martina acompañándome desde la salida de Khiva, nos adentramos en el objetivo del viaje: Tayikistán.

Problemas con la moto en Kirguistán

Tayikistán, el país número 145º del mundo en PIB y el 149º en PIB per cápita, nos recibió con una carretera en perfectas condiciones que transcurre sobre pequeños cañones y hermosas vistas a los primeros picos que superan los 5.000 metros. Disfruté como un enano y en algún punto pude saborear como la aguja del cuentakilómetros superaba los 100 km/h. Tras pasar el túnel de la muerte y dejar atrás los siete lagos, que no pudimos visitar por una caída tonta de Martina, llegamos a Dushambé y su famoso hostel Green House, que nos acogería durante los próximos 5 días. Los aproveché para apretar tornillería, lavar las camisetas que llevaba, descansar y conocer gente. De hecho, allí hicimos el grupo tan ecléctico de Martina con su GS 750, Sem (holandés y en coche) y Phillip (alemán y en GS800) que continuamos juntos por tramos hasta un tiempo después que en Kirguistán nos dijimos adiós. El primer día en búsqueda de la Pamir volvimos a encontrarnos con ese asfalto que bien podría estar en un circuito. ¿Pero estos no eran pobres? ¿Pero la Pamir no era difícil?

El único sobrecogimiento que tuvimos ese día, aparte de llegar a las 12 de la noche, fue cruzar el monumento a los turistas asesinados por terroristas un año antes. Se nos encogió el corazón al parar y ver la vergüenza que el pueblo tayiko sintió y siente hacia esos atentados. La puesta del sol coincidía con el comienzo verdadero de esa Pamir. Algún riachuelo, y botes, muchos botes, pero ahí iba, siguiendo la estela de las GS. El día siguiente teníamos intención de llegar a Khoroug pero se nos olvidaba que ya estábamos en la Pamir y que cada vez que pasábamos por algún sitio había que hablar de cuántas horas se tardaba en llegar al siguiente pueblo, no de a cuántos kilómetros estaba. A la hora de comer llevaba ya un tiempo escuchando un ruido que no me gustaba. ¡Se había soltado el tornillo que hace de tope al motor! ¡Llevaba el motor suelto! Pero no fue eso, fue algo bastante más estúpido de donde procedía el ruido y era la batería: el tope que la mantiene fija se había doblado y estaba bailando a su gusto, pero de eso me dí cuenta después, ahora lo importante era llegar a Khoroug, donde podría arreglar lo que fuese. Ahí empezó todo. Ahí, en uno de los múltiples controles militares para chequear el pasaporte donde a veces te ofrecen lo que tienen; ahí, con Afganistán y sus niños afganos que te saludan al escuchar tu moto a una distancia de metros pero separados por el río Pyandzh -que separa el mundo exsoviético de la república ingobernable-; ahí, la moto no arrancó. Algún cable que se haya soltado, pensé. Iluso de mí. Arrancamos empujando y fuimos a dar a pocos kilómetros a lo que parecía una posada en medio de la nada. Llamé a mi mecánico a la 1 de la mañana de España después de haber revisado todo y me dijo “se te ha ido o el regulador o el alternador. Si es lo primero te lo arreglan en algún sitio o te ponen uno de un coche antiguo, si es lo segundo busca cómo traértela a España”.

Desfiladero en TaJikistán

Terminamos el día y dos botellas de vodka y haciendo memoria del primer día en la Pamir: casi pierdo el motor, la batería bailaba flamenco y la moto no arrancaba. Bueno, ¡aquí hemos venido a jugar! Total, en todas las búsquedas y a todo el mundo que pregunté, esta era la primera Harley en la Pamir y la terminaría, vaya si la terminaría. Decidí levantarme a las 5 tras una noche en una habitación que escuchabas a las cucarachas jugar por la noche y que estábamos compartiendo los 4 juntos, para, según el plan que habíamos trazado con vodka, salir yo sin parar hasta que la moto se quedara sin un ápice de batería, hasta que no hubiese ni energía para crear una chispa en las bujías. Y… ¡casi lo consigo! A 32 kilómetros de Khoroug la moto dijo basta. Ahora tocaba esperar para que con el coche de Sem me remolcasen hasta Khoroug. Idea que parecía prodigiosa pero que resultó en la moto arrastrada por el suelo durante unos 15 metros después de que en una pérdida de tensión en la cuerda hiciera que esta se enroscase en la rueda delantera. No llegamos a hacer ni dos kilómetros juntos hasta que paré y les dije que fueran ellos al pueblo y me dejasen ahí la tienda de campaña y que buscasen ese día o el siguiente alguna furgoneta para llevarla. Y lo consiguieron, 5 horas después aparecieron con la furgoneta que se levantaba a casi medio metro del suelo y que parecía no saber lo que una rampa significaba. Todavía no me digáis cómo, pero conseguimos levantar 500 kilos a pulso entre 4. Primero la rueda delantera, que con el ángulo que hacía me dobló los escapes que los tengo a 10 cms del suelo, y después la trasera. La fiabilidad del sistema era nula pero no había otra alternativa y sólo nos quedaba fiarnos de aquel tayiko que facturaba en dólares por kilómetros recorridos.

Ya en Khoroug, en otro de los famosos hostels de la zona, el Pamir Lodge, pudimos pensar en los próximos planes. Lo llamo hostel por no llamarlo enfermería porque a cada cual que llegaba estaba peor. Neumonías, caídas, llantas rotas, cuadros rotos y los baños ocupados a todas horas si sabéis lo que quiero decir. Lo primero era hacerme con un multímetro para saber si era el fin del alternador o del regulador. Bien, era lo segundo. Lo siguiente, buscar un mecánico. No había, el único que controlaba algo era de coches y estaba en una boda durante tres días y me dijo que no sabía lo que era el regulador (si bien la conversación transcurrió con Google translator). Llamada a mi mecánico, hazte con un cargador de batería. Visitas varias a donde te indicaban los locales y en uno, detrás en un almacén tenían uno lleno de polvo. “¿Te sirve?”- Pues eso espero, pensé-.

Y sí, nos sirvió. Ahora tocaba llevar la moto a un herrero para arreglar los temas de la caída, básicamente enderezar las defensas pues la maleta trasera no encajaba ya porque había doblado en la caída la propia defensa. He de decir que me dio pena ver cómo la forma de arreglarlo era a martillazos. Pero oye, alguna ventaja tiene que tener conducir un hierro.

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Tras casi una semana y después de haber disfrutado de un festival de folklore local y de un mercado afgano donde se les permite a estos cruzar para vender, en una zona de la frontera, sus productos, llegaba el momento de salir. Tras mucho pensarlo dejaba el Wakhan Valley para otra ocasión y me ceñiría a conseguir terminar la Pamir por mis propios medios. Mis compañeros decidieron hacer el Wakhan, así que tocaba decir adiós y volvía a estar yo con mi moto y un cargador de batería que ocupaba como 4 baterías enganchado en el asiento del pasajero. Me esperaban ese día casi 350 kilómetros y rezar para que la batería aguantase. Y aguantó la batería, ese día sólo perdí dos veces los escapes. El pueblo al que llegué, Murghab, no tenía electricidad nocturna, o al menos el sitio donde me ofrecieron dormir, sólo durante el día gracias a los paneles solares. Pero… si no cargaba la batería difícilmente podría hacer 50 kilómetros más. Necesitaba dormir algo, y mañana sería otro día. Y así fue. Sin entendernos, nos entendimos. Y me ayudaron, otra vez más; entre los dedos de todos mis amigos no dan para contar las veces que van ya.

De ahí ya solo quedaban dos jornadas hasta cruzar la frontera con Kirguistán. Y quedaba el punto más importante. Cruzar el alto de la Pamir. Pasar con una Harley que había salido de España por una de las carreteras más altas del mundo, situada a 4.655 metros. Es absurdo tratar de escupir en palabras los sentimientos que en ese momento te recorren. Es absurdo describir lo que sientes. No sé si en otro idioma existen palabras, pero yo en español las desconozco. Unos meses atrás estaba vestido de traje yendo a trabajar y ahora, con esa moto de 500 kilos que supera los 100.000 kilómetros, de carburación y pensada para la ruta 66 e ir al bar de moda a ligar, estaba ahí. No era su lugar pero era su sitio. “El objetivo es Japón”, me decía mientras contemplaba obnubilado el paisaje y a esas alturas y rodeado de esas montañas no está uno para quedarse atontado pues el frío aprieta y aquí estás sólo. Todavía quedaba cruzar la última frontera que cruzó esta moto en el viaje. Kirguistán. Existe una distancia de unos 36 kilómetros entre ambas fronteras, en lo que llaman tierra de nadie. Y no me iba a ir todo bien, faltaría más. Me quedé sin gasolina entre ambos países. No me quedaba casi comida ni agua; total, ese día llegaría a Kirguistán que después de la Pamir todo el mundo hablaba maravillas de sus carreteras. Y cuando salí esa mañana me encontraba a unos 50 kilómetros, estaba chupado y lo estaría si la gasolina que me echaron tuviera algún octano. No sé ni qué me echaron, pero acostumbrado a 400 kilómetros de autonomía como mínimo, ese día no llegué a los 200.

Por suerte un grupo de moteros, que iban en enduros y con dos coches de apoyo, me dejaron unos 3-4 litros y esos litros me permitieron llegar a la frontera. Después de unas cuantas horas, a esas alturas del viaje las horas en fronteras no se me hacen pesadas, pues saco un libro (el Quijote me estaba leyendo por aquel momento), y a esperar. Consigo pasar la frontera. Unos 40 kilómetros para el pueblo y por lo tanto para gasolina y para cargar la batería. Pero… no hubo suerte y me volví a quedar tirado. Esta vez con una tormenta acercándose. Esperando a que pasase alguien en coche me tuve que conformar con los niños de una familia nómada que se acercaron a caballo. Caballo con el que estuve montando con ellos durante un tiempo. Me invitaron a su yurta donde se encontraban las mujeres de la familia y me ofrecieron un poco de pan y una mezcla que se ve mucho por ahí que debe ser a base de leche de cabra, avena y cosas que echan que si sois sensibles en el estómago no os lo recomiendo. En ese momento mi moto estaba abandonada en aquel camino y por más que insistía por gasolina en aquel lugar y con esa familia, ahí no la iba a encontrar. Al menos si algo pasaba tendría comida, agua y un sitio para dormir algo calentito. Al volver a buscar la moto la única salida era esperar a que otro grupo de motos pasase o que alguien se apiadase de mí y me acercase al pueblo. Hubo suerte y después de preguntar a cada uno de los que pasaba, se hizo la luz al aparecer un coche que llevaba a unos mochileros hasta la frontera y al volver de ella hacia el pueblo volvió a parar. Como pudimos nos hicimos entender y le di una garrafa de gasolina y 20 dólares. De nuevo tocaba confiar en un desconocido el destino de ese día. Y de nuevo el destino se ponía de mi parte.

En Khiva, Uzbekistán, la Harley despertó curiosidad

Y… llegó el último día en el que volvería a montar en moto. Esa noche creía que la batería se había cargado pues hice lo mismo que durante la última semana, sacar la batería, cargarla por la noche, montarla y un día más. Pero… ese día la batería ya había dicho basta. Por suerte dijo basta al llegar a la segunda ciudad más grande de Kirguistán, a Osh. Y de ahí… pues de ahí pase tres semanas en compañía del grupo que dejé en la Pamir, recorriendo Kirguistán con una moto en una furgoneta y tratando de buscar una solución que nunca llegó. Vivimos un conato de violencia cuando trataron de detener al expresidente y la gente creyó volver a lo que pasó en 2010. Helicópteros y unos tiros cerca de nuestro hostel que se solucionó en 3 días; 3 días que pasamos en un hostel con piscina y cerveza, y que nos costaba 4 dólares la noche. Vivir una revolución así te da un plus de tranquilidad. Sin embargo yo no quería terminar ahí. Entre risas con mis amigos volvimos a lanzar una moneda al aire para que esta decidiese entre India o Kenia. Países que se habían convertido en cara o cruz con el único criterio de que eran los vuelos baratos desde allí. Y… salió la primera. India nos esperaba. Kashmir nos esperaba junto con el toque de queda impuesto en Srinagar y un presidente amenazando con bombas nucleares. Pero… esa es otra historia…

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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