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Las tierras de Ghengis Khan Las tierras de Ghengis Khan
Ocho meses han pasado desde que abandonábamos nuestra montura en mitad de Asia central, ocho meses que han servido para soñar con nuevos proyectos,... Las tierras de Ghengis Khan

Ocho meses han pasado desde que abandonábamos nuestra montura en mitad de Asia central, ocho meses que han servido para soñar con nuevos proyectos, ocho largos meses planificando el que sería nuestro nuevo proyecto de continuar hacia el Este.

Mi ambición me decía que era el momento de alcanzar el Pacífico, pero la cordura y el haber encontrado un lugar seguro para dejar la moto durante el largo invierno harían que nuestro destino este año sería Barnaúl, una bella ciudad Rusa en mitad de la inmensidad de Siberia.

Pasaríamos por Barnaúl a mitad del viaje para luego hacer un “loop” recorriendo Mongolia, la tierra del más grande, y también por qué no decirlo, sanguinario conquistador de todos los tiempos, el gran Ghengis Khan.

Existe la leyenda de que Ghengis Khan podría haber llegado con sus hordas de soldados al Atlántico… no llegó a conseguirlo porque la pólvora se cruzó en su camino.

La preparación de este viaje se presentaba más amena, no cruzaríamos tantos países cómo en nuestro anterior Euroasia 2018, por lo cual los quebraderos de cabeza que supuso conseguir algún visado, este año nos haría relajarnos hasta pocos meses antes de coger un vuelo rumbo a Bishkek.

Pequeño nómada

Con nosotros, además de nuestros enseres personales, material de acampada, junto con algún recambio para la moto, viajaría un nuevo amortiguador en sustitución del maltrecho Hyperpro que tan mala experiencia nos había jugado en nuestro anterior viaje.

Partir de Barajas el día uno de junio y en sólo tres días estar durmiendo a orillas del mismísimo lago Song kool no hizo más que corroborar que la decisión de realizar este viaje por etapas había sido todo un acierto.

Aterrizábamos en Kirguistán al amanecer bastante cansados después de haber volado durante toda la noche y lo que supone el cambio horario de +4 horas con diferencia a nuestra casa.

Nuestro buen amigo Ricard Tomás nos tenía la batería de la moto cargada.

La Honda Varadero descansa junto a una yurta, el hogar tradicional de los nómadas

Después de ocho meses parada, después de haber soportado el largo y frío invierno kirguís, fue pulsar el botón de start y la maravillosa Varadero arrancaba sin titubeos. Otro acierto más, haber elegido esta moto para emprender un viaje de esta envergadura.

 

No había tiempo que perder, las montañas de Kirguistán nos llamaban.

Ponemos rumbo al mejor taller de motos de Bishkek, donde su manager Ryan pondría a mi disposición todas las herramientas necesarias para hacer yo mismo la puesta a punto de la moto. Después de casi todo un día trabajando duramente, cambio de amortiguador, aceite, filtros etc.. al día siguiente partiríamos rumbo a la majestuosa cordillera de Tian Shan.

Montañas de Tian Shan

Las montañas de Tian Shan, “montañas celestiales” en lengua mongol, se extienden a lo largo de Kirguistán haciendo de frontera natural con la república popular China, teniendo su punto más alto en el pico Pobeda, de 7.434m, lugar de peregrinación de los más afamados alpinistas del mundo.

 

Nuestro primer destino sería el increíble lago Song kol, donde se llega después de recorrer una embarrada pista. Durante el verano, junto a sus ganados, decenas de familias kirguís se establecen a sus orillas montando campamentos de yurtas que luego desmontaran cuando las inclemencias meteorológicas les arrastran de nuevo a los valles para pasar el largo invierno.

Con una de esas familias pasaríamos una agradable velada disfrutando de su hospitalidad e impregnándonos de la cultura del país, antes de poner rumbo a nuestra siguiente parada, Tash Rabat.

Tash Rabat es un Caravanserai que data del siglo XV, lugar de cobijo y descanso de las antiguas caravanas de la Ruta de la Seda. Ubicado a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar, era el primer refugio con el que se encontraban estos viajeros después de cruzar el Turugart Pass provenientes de China. Penetrar en sus muros provocaba en mí escalofríos, trasladaba mi mente a aquellos tiempos en los que viajar era una auténtica aventura, cuando muchas partes del mundo eran un simple vacío en los mapas.

Abandonábamos este mágico lugar volviendo sobre nuestros pasos, no sin antes acercarnos a la frontera china.

Más al sur de esa frontera, a tan sólo unos 800 kilómetros, se encontraba el lugar del mundo que más ansioso estoy de recorrer: el Karakorum.

La maldita y a su vez cara burocracia china harían que ni nos planteáramos cruzar esa barrera que me separaba de mi sueño.

Con la cabeza baja y unas cuantas lágrimas derramadas dentro del casco enfilamos de nuevo el manillar hacia el norte.

Antes de cruzar a Kazajistán recorreríamos la parte sur del inmenso lago Issyk kul para luego abandonar definitivamente Kirguistán a través de su frontera situada más al Este camino del cañón de Charyn, ya en territorio kazajo, el cual a pequeña escala guarda una gran similitud al gran cañón del Colorado.

Después de una breve parada en este bello lugar pondríamos rumbo a Almaty, la segunda ciudad de Kazajistán, donde una maldita gastroenteritis me dejaría postrado en la habitación de un hotel durante dos largos días. Con el cuerpo aún a medio gas, partiríamos rumbo al norte, camino de la ciudad de Semey, no siendo conscientes del infierno que nos esperaba.

Dos días atravesando la inmensa y a su vez aburrida estepa kazaja, kilómetros y kilómetros de carreteras totalmente destrozadas donde muchas veces rodábamos por pistas paralelas campo a través en mejor estado que la propia carretera. Dos días envueltos en las más grandes tormentas que habíamos sufrido en nuestras vidas, en los que llegué a acordarme de mis queridos amigos de la infancia Asterix y los Galos, que lo único que temían era que el cielo se desplomara sobre sus cabezas. Pocos kilómetros antes de Semey llegaría la calma. Nos encontraríamos con una ciudad en parte inundada, pero con el sol brillando de nuevo sobre nuestras cabezas.

Aquí aprovecharía para hacer una breve revisión a la moto, ya que después de lo sufrido durante los dos últimos días, no las tenía todas conmigo de que algún trozo no quedara perdido en medio de la estepa kazaja.

Una escena que parece sacada de un mundo irreal

Dejábamos atrás Semey, siempre hacia el norte, para poner rumbo a la inmensa Rusia. Pocos kilómetros después de cruzar la frontera el paisaje cambia drásticamente, el verde se vuelve predominante, rodamos rodeados de bosques de coníferas, abro la visera del casco y durante unos minutos respiro profundamente los olores del bosque, bajo la vista en el mapa que llevo en la bolsa sobredepósito y alcazo a leer “Siberia”. Esto es lo que venía buscando, ¡otro sueño cumplido! Sonrío dentro del casco y abro gas camino de Barnaúl.

En Barnaúl nos esperaba otro ángel de la guarda convertido en persona, él mismo nos había traído desde Moscú unos nuevos y flamantes TKC 80 para calzar nuestra Varadero y así poder afrontar con más seguridad los largos trayectos off road que nos depararía Mongolia. Pasaríamos dos agradables días conociendo esta bonita ciudad en compañía suya y de su pareja. Con la moto con zapatos nuevos nos lanzábamos a recorrer la Chuya Highway rumbo a la Cordillera Altai.

Ni en mis mejores sueños esperaba encontrarme una majestuosidad como la que nos depararían estas montañas: ríos, lagos, bosques alpinos que se extienden hasta el reino de los hielos en forma de glaciares que descienden de sus cumbres, como el Beluja de 4.500 m. Un auténtico santuario de la naturaleza, considerado uno de los lugares con la mayor biodiversidad del mundo.

Acampando en un lugar idílico

 

A lo largo de tres días recorreríamos la Chuya Highway, casi siempre acompañados del fluir de las aguas del río Katún. Ante tanta belleza no podíamos evitar desempaquetar por primera vez en este viaje el material de acampada y disfrutar de dos idílicas noches a la luz de la lumbre, perdidos en estas montañas.

El puesto fronterizo de Tashanta sería nuestra puerta de entrada al país de los nómadas, tierra de jinetes, caballos y leyendas. Acabábamos de entrar en Mongolia, el país más despoblado del mundo.

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En Olgii pasaríamos nuestra primera noche en tierras mongolas, allí conoceríamos a una agradable pareja de portugueses que viajaban rumbo al país del sol naciente y con los que al final compartiríamos una semana de viaje por estas tierras. Partíamos de Olgii en dirección sureste y con una noche de acampada por el camino, en dos días, alcanzábamos la ciudad de Altai.

En esta ciudad nos aprovisionaríamos de comida y combustible para varios días. A partir de aquí nos dirigíamos al norte donde nos encontrábamos por vez primera con la auténtica Mongolia. Kilómetros y kilómetros con total ausencia de poblados, inmensas praderas que se pierden en el horizonte salpicadas de campamentos nómadas y rebaños de caballos salvajes.

En muchas ocasiones rodábamos campo a través, intentando dar con la pista que me marcaba el track del GPS; pero después de unos kilómetros me olvido del track y me guío únicamente por el rumbo que me indica la brújula. Libertad absoluta.

Por las tardes procurábamos detenernos temprano, para así tener tiempo suficiente para realizar nuestra rutina diaria: montar el campamento, aprovisionarnos de leña para el fuego, un baño en uno de los miles de ríos que fluyen a lo largo del país, preparar la cena y disfrutar de los atardeceres más idílicos que nunca habíamos tenido. Noches de miles de estrellas como nunca antes había visto.

En Mongolia tendríamos por primera vez contacto con la religión budista, lo que me hacía recordar lo lejos que estaba de casa.

Cada vez que cruzábamos un paso de montaña nos encontrábamos con algún Ovoo, lugares de culto formados por montañas de piedras donde los budistas lanzan sus plegarias al viento para honrar a las montañas y al cielo.

En pocos días llegábamos a la ciudad de Kharkhorin, levantada en el emplazamiento que ocupaba la antigua Karakórum, capital del imperio mongol durante el mandato de Ghengis Khan.

A escasos metros de Kharkhorin ubicado en el valle de Orkhon, se encuentra Erdene Zuu el monasterio budista más antiguo y mejor conservado del país.

A partir de aquí nuestros caminos se separarían. Nosotros nos dirigíamos a la capital Ulan Bator, mientras nuestros amigos portugueses continuarían hacia el sur para adentrarse en el desierto del Gobi.

Tras una breve parada en la caótica Ulan Bator nos dirigíamos al punto más al este del viaje para visitar la estatua ecuestre más grande del mundo dedicada al gran Ghengis Khan. Aquí terminaría nuestro periplo por la tierra de los nómadas, para encaminarnos nuevamente hacia el norte en busca de otro de los grandes destinos de éste viaje, el imponente lago Baikal.

El lago Baikal, también conocido como el ojo azul de Siberia, es el más extenso y profundo del mundo, conservando en su interior más del veinte por ciento de las reservas de agua dulce del planeta.

Volvíamos a adentrarnos en Rusia, disfrutando nuevamente de la inmensa tundra siberiana, recorriendo la carretera transiberiana que nos llevaría de vuelta a Barnaúl, punto final de este TransAsia 2019.

Dejábamos nuevamente nuestra querida Honda Varadero en un lugar seguro para sobrevivir al largo y duro invierno siberiano, y un vuelo con escala en Moscú nos traería de vuelta a casa.

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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