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La Pamir Highway en moto La Pamir Highway en moto
Si comentas con tus colegas motoristas que te vas a recorrer la M41, seguramente ninguno de ellos sepa de qué le estás hablando. En... La Pamir Highway en moto

Si comentas con tus colegas motoristas que te vas a recorrer la M41, seguramente ninguno de ellos sepa de qué le estás hablando. En cambio, si dices que vas a hacer la Pamir Highway, la cosa cambia radicalmente. Quien más, quien menos, la sitúa en los “estanes”, aunque seguramente tampoco sea capaz de decir qué países atraviesa.

Y así me encontraba yo, con ese nivel de conocimiento, cuando me empezó a rondar la cabeza la idea de viajar a Mongolia, y ya que estás en el lío, te planteas la posibilidad de incluir esta mítica carretera en tu ruta.

La Pamir Highway

La Pamir Highway pasa por 4 países: Afganistán, Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán, aunque son los tayikos los que se llevan la palma en cuanto a porcentaje de kilómetros, paisajes que quitan el hipo, altitud que te pone en aprietos y buena gente que te hace la vida más fácil en un entorno difícil por su propia naturaleza.

En mi caso, mi experiencia comenzó en Dusambé, lugar de inicio de esta ruta para muchos motoviajeros, por lo que es bastante fácil hallar alojamiento con taller incluido en caso de que necesites algún tipo de asistencia para tu máquina o si vas a cambiar de neumáticos. Una vez que te adentres en la cordillera, será francamente difícil encontrar asistencia especializada hasta Osh (Kyrguistán) por lo que es importante reparar esas pequeñas cosas que se han ido quedando ahí a lo largo del viaje.

Desde Dushanbe hay 2 opciones: ir hacia Tavildara o coger la ruta del sur. Según mis informaciones, la ruta sur es más fácil y asequible, con buen asfalto y cero problemas. El paso de Tavildara es, según mi amigo asturiano Marcos Castro, “la Pamir que todos queremos experimentar”, con muchos tramos off road y preciosos paisajes de montaña, así que la decisión estaba clara. Hemos venido a jugar, ¿no?

Dusambé

Los primeros kilómetros discurren sin novedad. El asfalto es bueno y el rodar cómodo. Voy avanzando y el paisaje apenas cambia: la carretera se mantiene llana y con curvitas fáciles.

A lo lejos se ven montañas con mayúsculas, pero la carretera no acaba de despegar. Y sigo así durante unos 150 kilómetros, hasta que llego al primer control militar. Se trata de la provincia de Gorno-Badajshán, con una extensión muy grande pero escasamente poblada, y por donde discurre la parte más majestuosa de la carretera del Pamir.

El chaval de la garita, con un uniforme sucio e incompleto, me pide el pasaporte y el visado, en el que debe figurar que tienes permiso para circular por esta provincia. Tras escribir a mano mis datos en un libro mugroso, me devuelve la documentación y con el lenguaje universal de los signos mantenemos una pequeña conversación en la que, con toda probabilidad, lo que yo entiendo no tiene nada que ver con lo que él me quiere decir, pero lo cierto es que los dos pasamos un buen rato y echamos unas risas. Estrechamos las manos y él se echa la mano derecha al pecho, en un gesto de cordialidad que veré muy a menudo en los próximos días.

Accediendo al paso de Tavildara, primera toma de contacto con la M41

Nada más arrancar cojo un desvío a la derecha y el terreno cambia radicalmente. El asfalto desaparece para dar paso a lo que en su día pudo ser una carretera, pero que se ha convertido en un patatal con agujeros por todas partes, grava suelta y con desniveles cada vez mayores. Definitivamente, ¡empieza la fiesta!

Los kilómetros van cayendo cada vez más despacio, en parte por el estado del firme, y por otra parte debido a que mis paradas son mucho más frecuentes porque me veo en la necesidad de fotografiar toda esta belleza.

Llego a un punto donde me encuentro con un gran corrimiento de tierras, que ha bloqueado la ruta por completo. Un imprevisto con el que no contaba, pero por el estado de la pista llego a la conclusión de que el corte no es reciente, así que tiene que haber una ruta alternativa.

Toca volver sobre mis pasos y al llegar al primer cruce tomo una pista que anteriormente había desechado. Poco después me encuentro con tres lugareños que están trabajando en lo que parece una caseta para el ganado. Pregunto para intentar confirmar que voy bien, y quiero entender que sí. Paso por varios pueblecitos en los que prácticamente no veo a nadie, pero no me preocupa. El día es estupendo con una temperatura buenísima y me puedo permitir el lujo de perderme un rato.

Al final recupero el camino original ya al otro lado del desprendimiento, y poco después llego al alto de Tavildara. Las vistas desde aquí son fantásticas sólo afeadas por unos grandes carteles que avisan de la presencia de minas antipersona, enterradas por allí durante la guerra civil sufrida tras la ruptura con la Unión Soviética. Se supone que si no abandonas la ruta principal, no debes tener ningún problema.

La bajada hacia Kalaikhum se convierte en un espectáculo para los sentidos. La pista está en buenas condiciones y recupero un ritmo decente. La ruta se encajona bastante y sigue el curso de un río pequeño pero bravo, con aguas rápidas debido al desnivel.

Cercanías de Kalaikhum

Poco antes del pueblo encuentro otro control militar. El procedimiento es el mismo: pasaporte y visado, apuntado a mano, y en 5 minutos estoy en marcha recorriendo los últimos kilómetros que me separan de Kalaikhum, final de la ruta de hoy.

Encuentro un pequeño hostal donde me meten en una habitación bastante reducida pero digna, con baño compartido, y con la cena y el desayuno incluido (algo muy común en todo el Pamir) por la friolera de 10$. Poco después oigo el sonido de más motos llegando al hostal. Salgo a curiosear y me encuentro a 4 australianos que están haciendo la ruta en sentido contrario al mío. Parece que voy a tener compañía para cenar…

Ya sentados todos alrededor de la mesa, se incorporan dos rusos que conocí días atrás en Uzbekistán, y con los que he coincido en varios sitios desde entonces. La conversación es animadísima, todos compartiendo información con todos, y el volumen va subiendo conforme los botellines de cerveza vacíos se van acumulando en la mesa. Lo que saco en claro es que mi etapa del día siguiente va a consistir en unos 250 kilómetros de puros baches y socavones que van a ponerme a prueba a mí, pero sobre todo a mi moto.

Por la mañana, volvemos a coincidir todos en el desayuno, y tras llenar el buche como si no hubiese un mañana, llega la hora de cargar las motos, despedirnos amigablemente y poco después iniciar cada uno su ruta.

Cartel de advertencia de minas antipersona

Yo salgo primero. Los rusos saldrán un poco más tarde, e igual coincidimos por el camino. Y los australianos continúan dirección Dusambé. Lo principal es buscar una gasolinera o lo más parecido a ella que pueda encontrar. Nada más salir del pueblo hay una, pero por esta zona, el tema de los surtidores como nosotros los conocemos, lo llevan muy mal. El gasolinero me indica que ponga la moto al lado de un gran bidón, y tras concretar cuántos litros voy a comprar, coge un cubo y un embudo enorme y echa ese líquido que él dice que es gasolina dentro del depósito. No creo que tenga más de 80 octanos pero no me preocupa: en Uzbekistán ya comprobé que la moto funciona sin problemas con este tipo de gasolina, siempre que no abras el gas con demasiada fuerza.

Con el depósito lleno y la moral por las nubes, inicio la jornada. Los australianos no mentían. Paso de las pistas de tierra y piedras del día anterior, a lo que en su día debió ser asfalto, pero que por falta de mantenimiento, hay tantos agujeros que resulta imposible encontrar una línea buena, y el día se convierte en una continua gymkhana donde el objetivo es acabar la jornada con las llantas de una pieza.

Desde aquí y durante los próximos 500 kilómetros tendré el río a mi derecha. Voy aguas arriba, hacia la zona alta del Pamir. Al otro lado del río está Afganistán. No puedo evitar pensar en toda la mierda que nos meten en la cabeza a través de los informativos. Estando aquí te das cuenta de que la gente que ves al otro lado del río, con sus motos de pequeña cilindrada (los más afortunados) o sus burros sobre los que transportan todo tipo de mercancías, son exactamente iguales que los que se encuentran en mi lado del río, y que seguramente, su máxima preocupación es cómo sacar adelante a su familia. En cuanto escuchan el sonido de la moto, dejan lo que están haciendo y saludan enérgicamente levantando sus brazos. Niños cuidando cabras, mujeres lavando ropa en el río, familias enteras comiendo sentados sobre una manta… estampas que difícilmente olvidaré.

Entre Kalaikhum y Khorog, el río hace frontera natural entre Tayikistán y Afganistán

Avanzo lento, no tengo prisa. Paro a menudo a grabar y fotografiar. Los paisajes y sus gentes se prestan a hacerlo. Voy encajonado entre montañas siguiendo el margen del río. Por cada pueblo por el que paso, que no son muchos, lo que más me llama la atención son los niños: como en todas las partes del mundo, sienten una especial atracción por las motos, y muchos de ellos salen corriendo de sus casas en cuanto oyen el sonido del motor. Se quedan al borde del camino y extienden su brazo con toda la ilusión para que el viajero de turno les choque la mano.

Otra cosa que me llama la atención sobre los niños es que la mayoría de ellos, a pesar de la suciedad y el polvo que hay por todas partes, van impecablemente vestidos con sus uniformes escolares y sus zapatos brillantes, incluso en pueblecitos remotos. Mientras tanto, yo, el “civilizado”, llevo tanta porquería encima que es difícil determinar el color original de mi traje.

Los kilómetros han ido pasando y ni siquiera he parado a comer. Tampoco es que sea fácil encontrar sitios para hacerlo, y me suele pasar que, cuando estoy disfrutando tanto con los paisajes, no me acuerdo de la comida y ésta pasa a un segundo plano. Y eso que el que me conoce, sabe que no soy un tío sencillo de saciar en una mesa. Pero son aproximadamente las 5 de la tarde, y cuando me quedan unos 15 kilómetros para llegar a Khorog, veo delante de mí un ciclista menudo con unas palabras en su maillot que me hacen dar un brinco: BOMBEROS ALBACETE. Freno a fondo y dejo que el ciclista me alcance. Se trata de Pedro, viajero solitario empedernido, que tiene casi 2 meses para hacer la Pamir. Enseguida conectamos y charlamos animadamente durante un buen rato. ¡Qué cómodo resulta conversar en castellano! Sobre todo cuando llevas varias semanas sin hacerlo.

Él tiene intención de alojarse en el Pamir Lodge, en Khorog, el mismo sitio al que iba yo, así que me adelanto y voy a comprobar si tienen camas para dos españoles cansados.

Niño extiende la mano para chocar

Al llegar al sitio, reservo para los dos y espero, hasta la llegada de Pedro, un rato después. Tras instalarnos, nos vamos a dar una vuelta, y comprobamos que Khorog, a pesar de lo complicado que resulta acceder aquí, es una ciudad con todos los servicios y con una extensión mucho más grande de lo que esperaba. Incluso tiene universidad y un pequeño aeropuerto.

Después del paseo, volvemos a cenar al propio hostel donde anteriormente nos habían ofrecido la manutención, que consiste en una especie de pizza casera gigantesca con miles de ingredientes y de la que no queda ni las migas, todo ello bien regado con unas cervecitas heladas. La conversación es fluida y agradable. Pedro tiene mucha experiencia en viajes en solitario, y para mí, hacerlo en bicicleta le da un plus de esfuerzo y mérito que yo no me veo capaz de realizar. Ellos, los ciclistas, van a otro ritmo, está claro. Cada etapa de las mías le cuesta a un ciclista entre 4 y 5 días, si no más. Y el problema en estos sitios tan apartados y despoblados, es que hay que planificar muy bien las jornadas y llevar lo justo pero que no te falte de nada. Acordamos que en los próximos días le iré mandando la información relevante que me encuentre por el camino para que él pueda hacer mejor esa planificación.

Por la mañana me levanto con el sol. Hoy toca salir temprano porque voy a intentar la etapa reina:  Khorog – Murghab, pero sin seguir la M41, sino desviándome por el corredor del Wakhan, al que le tengo bastantes ganas. Normalmente, esta etapa se hace en dos días, o eso es lo que he leído, pero voy un pelín justo de fechas, así que me toca sudar más de la cuenta. El mayor problema de hoy reside en el desnivel. Khorog se encuentra a 2.100 m y Murghab a unos 3.800 m aunque lo más reseñable es el paso de montaña que hay una vez pasado Langar, donde se superan los 4.300 metros. Con semejante desnivel en la misma jornada, lo más probable es sufrir el mal de altura, así que vamos a ver qué tal se nos da…

Me despido de Pedro, que se acaba de despertar. Él se queda aquí un día más para reponer fuerzas y afrontar sus siguientes jornadas con energía. Yo me encargaré de pasarle información de primera mano para que pueda planificarlas bien. Esta es una de esas amistades que se forjan en unas pocas horas, pero perduran en el tiempo. Seguiré en contacto con él a lo largo de todo el viaje, y una vez finalizados nuestros respectivos periplos, quedaremos en España para charlar sobre este viaje y futuros proyectos.

Arranco la moto y dejo Khorog atrás. La M41 sale dirección Este desde aquí, pero yo me voy a desviar hacia el Sur para seguir el río Wakhan que hace frontera con Afganistán y recorrer el corredor por completo.

El estado de la carretera es, durante los primeros 100 kilómetros, manifiestamente mejor que el de ayer. Posteriormente empeora de nuevo, pero no llega a alcanzar el mal estado de la ruta principal. Supongo que es debido a que en el corredor el tráfico pesado es residual, y todos los camiones siguen la M41, como es lógico, por ser más corta la distancia a recorrer. Eso hace que el deterioro sea mayor allí.

Centro policial en cercanías de Langar

Hay un mercadillo semanal que se celebra en Ishkashim, en tierras afganas, al que se accede cruzando un puente sobre el Wakhan, pero hoy no toca, así que me quedaré sin verlo. Habría sido interesante poder plasmarlo en fotos, pero habrá que dejarlo para una próxima ocasión.

Voy avanzando y el paisaje pasa a ser de alta montaña. Las moles que se levantan delante de mí son absolutamente majestuosas. El tiempo acompaña, así que no puedo pedir más. El ritmo es bueno, aunque voy comprobando la altitud que marca el GPS y veo que apenas estoy subiendo. Voy siguiendo el lecho del río y eso hace que la subida sea muy gradual. Creo que cuando la pista se encabrite, lo va a hacer de verdad.

Llego a Langar y paro a comer algo rápido. No me puedo entretener demasiado si quiero llegar a Murghab. Los lugareños son amabilísimos, y especialmente los niños son encantadores, aunque en alguna ocasión he estado bien cerca de tener un disgusto, porque en su intento de chocar las manos a toda costa, se acercan demasiado a la moto, y hay que andar bien atento para no atropellar a ningún renacuajo.

Y ahora es cuando empieza el festival. Una vez pasado Langar, los restos de asfalto que podían quedar, desaparecen por completo y se convierte en una pista de los más divertida, aumentando el desnivel significativamente. Voy comprobando la altitud y ahora sí se incrementa en serio. En pocos kilómetros alcanzo los 4.000 metros. El tiempo empeora por momentos. Se levanta una ventolera de mil pares, y la temperatura cae drásticamente de los agradables 20º de Langar a los 5º en la parte alta.

Paso un nuevo control militar que se encuentra en medio de la nada, y en esta ocasión el soldado de turno no resulta tan agradable, aunque no me extraña nada: con el clima que se gastan por aquí arriba no apetece ponerse a contar chistes con los pocos chalados que pasan. Comprueba mi documentación y me deja seguir sin más dilación, volviendo rápidamente a su caseta.

Poco después se alcanza la cota de los 4.300 metros, y como por arte de magia, en cuanto comienzo a bajar un poquito el viento va remitiendo y aunque la temperatura sigue siendo baja, la sensación térmica vuelve a estar dentro de lo aceptable, cosa que se agradece. Por no detenerme y rebuscar en la bolsa, había continuado con los guantes de verano y tenía los dedos al borde de la necrosis. Eso sin exagerar, claro.

Superando los 400 metros, el Wakhan queda atrás-

Empiezo a estar cansado. Las horas van pasando y el día está siendo intenso. Además, llevo ya muchos kilómetros de pie encima de la moto y aunque el ritmo es bueno, las piernas lo notan. La pista tiene zonas mejores y peores, pero lo cierto es que se disfruta muchísimo. Este es el auténtico trail que venía buscando.

Y sin apenas darme cuenta, llego a un cruce donde empieza de nuevo el asfalto. Es el enlace con la M41, que viene desde Khorog. ¡Corredor del Wakhan finiquitado! Cada vez que se consigue uno de los objetivos marcados en ese mapa que ha estado colgando en la pared de la habitación durante varios meses, un pequeño escalofrío recorre mi espalda, y me entran unas ganas locas de gritar dentro del casco. Este es uno de esos objetivos. He mirado esta parte del mapa miles de veces en los últimos meses, y ahora ya está conseguido. ¡A por el siguiente!

Lo cierto es que me sorprende la condición del firme, porque me lo encuentro en bastante buen estado, con menos baches, y a pesar de las ondulaciones que presenta de vez en cuando y que hacen que no puedas relajarte demasiado, te permite mantener un ritmo próximo a los 100 km/h, algo inaudito en los últimos días.

Desde aquí hasta Murghab me quedan algo más de 100 kilómetros, pero a pesar de que el día ya está avanzado, no me preocupa, porque veo que a este ritmo no voy a tener problemas en completar la jornada. Sigo a unos 4.000 metros de altitud, y si bien hasta ahora no he notado nada por el tema de la altura, yo creo que a partir de este momento y fruto de esa semirelajación que siento, empiezo a notar un ligero dolor de cabeza. Espero que no vaya a más…

Poco antes de terminar la jornada me encuentro con el último control militar del día. Al aproximarme, veo un montón de motos esperando junto a la barrera. Se trata de un grupo de unos 12 tailandeses en un viaje organizado, todos con Yamahas Tenere. Se me acerca un australiano que, al principio, pensaba que era el guía, pero resulta que es un integrante más del grupo. Por lo visto está jubilado, a pesar de que aparenta cincuenta y pocos años y vive en Tailandia hace tiempo. Están esperando a su todoterreno de apoyo, que es donde llevan los pasaportes, y hasta que no se identifiquen, no les dejan seguir. Yo, que soy solidario -hasta cierto punto-, me acerco a la caseta de control y presento mi documentación. En un par de minutos estoy listo. Vuelvo a mi moto y tras un poquito más de charla me despido, porque no queda mucha luz y tengo que buscar alojamiento. Seguramente mañana volvamos a coincidir, porque vamos en la misma dirección y tampoco hay muchos sitios a los que ir…

Murghab es, con diferencia, el pueblo más grande que veo desde que dejé Khorog, pero no tiene nada que ver con este último. Aquí, las casas, si se les puede llamar así, están construidas con ladrillo de baja calidad (las mejores) o directamente son una acumulación de chapas y mantas (las más modestas). También hay contenedores adaptados como tiendas o viviendas, en algún caso. Me cuesta imaginar cómo tiene que ser la vida aquí, sobre todo en invierno, a casi 4.000 metros de altitud, sin nada que hacer. Debe ser una vida durísima, y sus gentes transmiten esa dureza. Los pocos niños que veo nada tienen que ver con los que he visto en la primera mitad de la ruta de hoy. Aquí son mucho más serios, y nadie se acerca a chocar mi mano.

Ak Baital Pass, punto más alto de todo el viaje

Gracias a iOverlander, una aplicación que me está resultando realmente útil a la hora de buscar todo tipo de información para el viajero, acabo en un homestay bastante cutre, pero adecuado para mí. No me preocupo en buscar nada más. Estoy francamente agotado y sólo necesito un techo y un catre. La ducha exterior con agua caliente, y cena y desayuno incluidos hacen que el alojamiento se convierta en el perfecto para mí esta noche. Todo por 12$, aquí, en el medio de la nada.

Tras la ducha, la cena y apretar un poco toda la tornillería de la moto, me zambullo en ese colchón setentero y me dispongo a descansar todo lo que pueda. Hoy he realizado dos etapas en una, y con un cambio de altitud exagerado. Estoy reventado y con un dolor de cabeza bastante fuerte. Espero ser capaz de dormir, aunque sea un poco…

Por la mañana veo que el dolor de cabeza sigue ahí, pero al menos me ha permitido descansar. Para cuando salgo de la habitación, ya tengo el desayuno preparado en la mesa del salón. Soy el único huésped del garito y no hay rastro de la chica que lo regenta. Da igual. Lo importante está encima de la mesa. Hay pan, bollos, diferentes mermeladas, huevos duros y agua caliente para el  té. No necesito más. Sin prisa pero sin pausa, termino todos y cada uno de los platos que tengo delante de mí. Hoy el día no va a ser tan exigente como ayer, pero tampoco se queda atrás, así que necesito combustible para el cuerpo, porque para la moto ya reposté al llegar.

Es temprano cuando arranco, pero el sol está bien alto ya. La temperatura es aceptable y no veo ni una sola nube. La carretera sigue teniendo, más o menos, las mismas condiciones que el último tramo de ayer. Si dejamos el dolor de cabeza a un lado, todo lo demás es idóneo. Así que ¡vamos!, a ver qué tal se nos da hoy.

El plan es dormir en la ciudad de Osh (Kyrguistán), punto final de la carretera del Pamir, y de la que me separan unos 450 kilómetros, con algún plato fuerte por el camino.

Poco a poco, y según el altímetro del GPS, voy ganando altura de nuevo, y con el paso de los kilómetros el estado del firme va empeorando progresivamente hasta convertirse en una pista. El estado de ésta es decente, pero por razones obvias, el ritmo decrece, sin dejar de ser un muy agradable pisteo, sin mayores dificultades técnicas.

Y casi sin darme cuenta, corono lo que es el punto más alto de toda mi ruta: el Ak Baital Pass, con sus imponentes 4.655 metros. Por supuesto, paro en el alto en busca de la foto con el cartel. Ya se sabe que llegar a un punto así sin un poquito de postureo, como que no cuenta. Pero por más que busco el cartel que tantas veces he visto en fotos de otros viajeros, no hay manera humana de encontrarlo. Tras un buen rato de búsqueda infructuosa, me doy por vencido, y llego a la conclusión de que, por alguna razón, el cartel ha sido retirado y me voy a quedar sin la deseada foto.

Comienzo la bajada, sobre todo pensando en descender un poco para ver si mi dolor de cabeza va remitiendo. Cuando llevo recorridos un par de kilómetros desde el alto, lo avisto: allí está el jodido cartel. Tanto rato buscándolo en la parte más alta, y resulta que está un poquito más abajo. Ahora sí: paro frente a él, y me hago las correspondientes fotos, sin demasiadas florituras.

Sigo ruta ya pensando en el siguiente objetivo: el lago Karakul. Algunas nubes empiezan a hacer acto de presencia, pero por el momento no son amenazantes. Algo característico de esta zona son los cambios bruscos de tiempo, y pasas de un clima benigno y agradable, a meterte de lleno en un infierno blanco de frío y viento. Así que no quiero entretenerme más de la cuenta, ya que aún me quedan bastantes kilómetros en altitud.

El lago Karakhul, con la cordillera del Pamir al fondo

Tras 50 o 60 kilómetros más de pista, el terreno va cambiando de nuevo, poco a poco, y vuelve el asfalto, cosa que agradezco. Y después de un rato, a lo lejos, veo una masa enorme de agua azul: el lago Karakul, con unas moles nevadas inmensas como fondo. El paisaje te deja sin respiración, una vez más. Son tantas las veces que hay paisajes dignos de fotografiar que, por muchas veces que pares, siempre se te va a quedar la sensación de que te estás dejando cosas increíbles en el tintero, perdidas. Y con mi memoria de pez, si no lo fotografío, lo pierdo. Así que hago lo que puedo.

Una vez pasado el lago, entre éste y la frontera, llega la hora de mirar atrás, porque, poco a poco, las grandes montañas van quedando a tu espalda o a tu izquierda. Un amigo gallego, Oscar D’Lastra, me había advertido de esto, así que ahora hay que ir mirando hacia delante, pero también hacia atrás, si no quieres perderte alguno de los mejores paisajes de todo el viaje. A todo esto, las nubes van aumentando y el cielo está cada vez más cubierto, cada vez un poquito menos azul.

Va quedando poco para llegar a la frontera, pero lo que realmente no me esperaba es que el asfalto fuera a desaparecer de nuevo, para dejar paso a la pista, al principio en buen estado, pero poco después ésta va empeorando hasta convertirse en un auténtico patatal con abundante barro y unas roderas que parecen hechas con tractor.

Y en esas condiciones, y apenas sin enterarme, llego a la frontera, que consiste en 3 casetas mal construidas y una barrera de hierro de aspecto presoviético. No se ve ni un alma por ningún sitio. Dejo la moto delante de la barrera y me acerco a la primera de las casetas. Vacía. Cuando voy a abrir la puerta de la segunda, sale un mochilero barbudo que, tras preguntarle, me indica amablemente que, efectivamente, el control de pasaportes es ahí. Allá vamos. Cojo aire y abro la puerta. El lugar es pestilente. Hay un camastro a la derecha, una mesita con restos de comida y un poco más allá una estufa a pleno rendimiento. Lo cierto es que la temperatura es agradable. Es lo único agradable en toda la estancia. Al fondo, en la penumbra, veo a un personaje que no soy capaz de decir si es policía, militar, jardinero o pocero, que me mira con cara de pocos amigos. Por gestos, me riñe porque he entrado a su pozo de mierda con mis botas sucias. “¿Será cierto lo que me está diciendo este tío?”, pienso yo. Permanezco donde estoy y tras acercarse a mí, recoge el pasaporte, lo apunta a mano en el libro, y me lo devuelve con el correspondiente sello, mirándome con una expresión neutra.

De ahí, al control de aduanas, que está un poco más adelante, y ni siquiera me miran la moto. Mejor. Vuelvo a la barrera y veo que los primeros integrantes del grupo tailandés están llegando. Perfecto, así no tengo que hacer cola detrás de ellos. Me levantan la barrera y me adentro en la tierra de nadie, el tramo entre Tayikistán y Kirguistán.

Escultura de Cabra

El clima ha empeorado definitivamente, la temperatura es de 1º y comienza a nevar ligeramente. Sí, como lo oyes: nevar. Nieve muy fina, pero nieve. Y un frío de pelotas. No me podía marchar de un país tan montañoso y con semejante altitud, sin pasar un poquito de frío, ¿no?. Avanzo por lo que se supone que es el camino, pero el terreno está complicado. No entiendo cómo pueden pasar camiones por aquí. No me entra en la cabeza. Voy avanzando con cuidado, hasta que veo una escultura de una cabra, que también me suena de haberla visto en fotos de viajeros. En estos lares, no hay animal que mejor se adapte a este terreno que una cabra, así que la escultura en cuestión no puede ser más apropiada.

A partir de aquí, el camino se torna realmente pendiente y empieza a bajar y bajar y bajar, con un  porcentaje de desnivel bastante alto. Conduzco despacio, alternando la primera y la segunda velocidad. Esto es un auténtico barrizal, y con mi vaca cargadita y lo resbaladizo del terreno, prefiero asegurar y no liarla a tan sólo unos minutos de abandonar el país.

Tras varios kilómetros en estas condiciones, llego al otro extremo de la tierra de nadie. Allí me espera Kyrguistán. El clima sigue siendo frío, pero menos que arriba, y ha dejado de nevar, aunque llueve de vez en cuando. Lo que sí que ha desparecido es mi dolor de cabeza. En el momento que he bajado unos centenares de metros, todo ha vuelto a su sitio, con gran alivio por mi parte.

La frontera de Kyrguistán es más civilizada, con ordenadores, lector de pasaportes, webcam, etc. Y los polis son bastante amables. Me dirigen a una ventanilla donde está el único policía que habla inglés, y que me explica todo con pelos y señales. Educado y correcto. No pido más.

Salgo de la zona fronteriza con una gran sonrisa. Aún me faltan unos 200 kilómetros para llegar a Osh y oficialmente terminar el recorrido de la M41, pero en realidad, en mi fuero interno, sé que ya lo he conseguido. He pasado lo más difícil, y este último tramo es como llegar a los Campos Elíseos de París enfundado en el maillot amarillo, sabiendo que vas a ganar.

Mochilero anónimo que me echó una mano en la frontera de Tayikistán-Kyrguistán

Llegada a Osh

En Sary Tash pongo gasolina en el primer sitio que encuentro, y salgo disparado de allí, porque se ha levantado un viento brutal, y quiero llegar a Osh cuanto antes. Poco después la carretera sube un pequeño puerto de montaña, que no tiene nada que ver con los puertos que he atravesado en días anteriores.

Y después de esto, todo se vuelve maravilloso: la temperatura aumenta, el viento cesa, el cielo se va abriendo progresivamente y la carretera se convierte en una alfombra sin un solo bache. Y os puedo asegurar que por mucho que te guste el offroad, después de semejante sesión de pedruscos y agujeros, rodar sin tener que andar mirando constantemente qué habrá unos metros más adelante, sentado cómodamente, es algo que se agradece… y mucho.

Y así, con un tiempo amabilísimo y una gran sonrisa en la cara, llegamos a Osh, dando, ahora sí, por finalizada la Pamir Highway.

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

  • Pau

    10 agosto, 2023 #1 Author

    Espectacular! Gracias por el relato. Me gustaria hacerla el prox verano. Pregunta: ¿como llevas la moto hasta ahi?

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