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Un paseo por el Mediterráneo Un paseo por el Mediterráneo
Desde hace tiempo venía rondándome la idea de realizar un gran viaje utilizando mi pasión por las motos como medio de transporte; no sé... Un paseo por el Mediterráneo

Un paseo por el MediterráneoDesde hace tiempo venía rondándome la idea de realizar un gran viaje utilizando mi pasión por las motos como medio de transporte; no sé si fue la crisis de los 50, pero finalmente decidí llevar acabo mi sueño de llegar a Estambul sobre dos ruedas.

Soñaba todos los días por dónde iría, qué comería, dónde dormiría… todas esas dudas que te surgen cuando quieres hacer un viaje de estas características. Miraba las webs, miraba los relatos de otros viajeros y sobre todo daba la paliza a todo aquel que quería escucharme contándole que quería hacer el viaje, la mayoría pensando que estaba un poco chiflado y que empezaba a chochear antes de tiempo; otros no hacían ni caso y sólo unos pocos pensaban que haría un tramo y me daría la vuelta.

Un día hablando con mi amigo David “Panoramix” le conté mi proyecto. Se entusiasmó al momento y me dijo: “¡Yo quiero ir también!”. Pero había un gran problema en esa afirmación: ni tenía moto ni carné de conducir… Dicho y hecho, se puso a estudiar las normas de circulación y, no sin dificultad y con mil peripecias (ya os contaré lo que es el efecto “Panoramix”), terminó aprobando el carné… y comprándose una flamante BMW GS 800 ADV.

Mientras todo esto ocurría, íbamos contando a todo el mundo lo que íbamos a hacer. Yo creo que ya huían cuando nos veían aparecer y empezábamos a hablar de los temas del viaje. Cuando explicaba que me iba ir con un novato hasta Estambul en moto me decían que era un inconsciente o estaba loco, pero he de decir que si con alguien pude hacer este viaje, que en principio estaba destinado a hacerlo en solitario, era con David; sin su talante hubiera sido imposible, ya soy insoportable a solas imaginaos acompañado. Jamás puso una mala cara ni un solo problema en todo el tiempo que duraron los preparativos o el viaje en sí. Hay que echarle mucho valor para hacer un viaje de 8.000-9.000 kilómetros sin experiencia previa y con la moto limitada. Y persiguiendo a un tipo bastante inquieto… por decirlo de forma suave.

El viaje comenzó en Madrid un día 1 de agosto, aunque por problemas familiares David no salió conmigo. Quedamos en Barcelona al día siguiente, debajo de la estatua de Colón. Allí, con un calor asfixiante, le estaba esperando para ir al puerto de donde salía el ferry… apareció entusiasmado y con la cara de un niño emocionado.

Llegamos pronto al puerto, donde el gran barco que nos llevaría hasta Civitavecchia estaba esperando. Dejamos nuestras monturas en la bodega y subimos al camarote.

Durante la travesía comenzó el efecto Panoramix y David perdió su móvil -que a la vez le hacía de navegador-. Ya dependía totalmente de mí para seguir la ruta, lo que le generaría un estrés añadido al que ya portaba en la mochila.

Un paseo por el MediterráneoEl trayecto en el barco fue tranquilo y placentero. Vimos Córcega, donde hicimos escala, y horas después desembarcábamos en Italia. Rápidamente pusimos rumbo hacia el sur pasando cerca de Roma, pero sin detenernos y rodando hasta que la noche se nos echó encima. Después de un reparador sueño, la jornada se nos presentaba emocionante: Nápoles, el Vesubio, la costa Sorrentina y las mil y una curvas de Amalfi y sus acantilados pusieron a prueba a David, que iba aprendiendo a pasos agigantados lo duro que puede ser un día de moto. El paisaje, espectacular a más no poder. Las carreteras, con mucho tráfico -típico del turismo estival-, el calor y los casi 800 kilómetros que hicimos pasaron factura y llegamos a Bari bastante maltrechos. Sin encontrar un alojamiento que nos convenciera, nos fuimos a un camping en la orilla del Adriático, donde después de unas reparadoras pizzas montamos las tiendas y descansamos hasta bien entrada la mañana. Al despertar, nos dimos un magnífico baño en el Adriático con el agua muy templada y pusimos rumbo a Bríndisi, donde embarcaríamos en un ferry que nos transportaría hasta tierras griegas, concretamente al puerto de Igoumenitsa. Bordeando la isla de Corfú, llegamos de madrugada, así pues nos dirigimos al hotel y nos preparamos para la maratoniana jornada que nos deparaba el Peloponeso.

Hay que puntualizar que la belleza de la costa griega nos sorprendió gratamente. No esperábamos una costa tan llena de lugares bonitos y la amabilidad de la población, con mucho la más agradable de todo el periplo. Rodeamos el golfo de Arta con sus espectaculares marismas (como dato curioso, el golfo está conectado al mar por un canal de tan solo 700 metros de ancho); seguimos hasta la ciudad de Patras, donde atravesamos el imponente puente colgante Rio-Antirio, el más grande del mundo: casi dos kilómetros de longitud y perfectamente asfaltado. Y digo esto porque el resto de las carreteras helenas son un auténtico desastre de obras, mal asfalto y tráfico… nada puede ser perfecto. Proseguimos viaje y después de comer en un chiringuito al borde del mar, ya bien entrada la tarde avistamos la gran decepción del viaje, al menos por mi parte: Atenas. Salvo la Acrópolis, la ciudad no tiene nada de especial y es más bien fea; lo mejor fue una cena en la azotea del hotel, con el monte de la Acrópolis iluminado justo enfrente nuestro.

Un paseo por el MediterráneoCon la llegada del nuevo día, repuestos y avituallados, dedicamos la mañana al turisteo, paseando por la Acrópolis y visitando las mil y una tiendecitas que jalonan toda la zona del mercadillo de Plaka, repleto de souvenirs baratos con la etiqueta de “recuerdo de…” y falsas ánforas rescatadas de los tiempos de la gloriosa Grecia.

Ya hartos de turisteo y echando de menos nuestras monturas, nos sentamos a decidir por dónde proseguir la ruta. Este fue uno de los grandes aciertos del viaje, no llevar nada programado ni encajonado. Todo surgía según nos iba saliendo o apeteciendo, así que vimos un ferry que salía hacia la isla de Chios, que es una bonita isla turística a escasos kilómetros de Turquía, y sin pensarlo dos veces nos dirigimos al puerto del Pireo y embarcamos hacia Chios.

La travesía de 8 horas fue bastante aburrida y acabamos durmiendo en un pasillo con la espalda hecha polvo y desembarcando a las 5 de la mañana, sin tener nada más que hacer que sentarnos en la terraza de un bar del puerto a esperar que abrieran las oficinas y comercios, para ver de qué forma podíamos ir hasta Turquía.

Cuando abrieron las oficinas y con más sueño que vergüenza conseguimos un barquito que nos trasladaría hasta Cesme, pero salía a las 7 de la tarde, con lo que decidimos dar una vuelta por la isla, darnos un relajante baño en las aguas de mar Egeo y disfrutar de un buen pescado del lugar.

Cuando llegó la hora, subimos las motos a la “barca del retiro”, pues no era mucho más el barco que nos llevaría hasta Turquía. En menos de 40 minutos estábamos en la aduana turca. Todo era expectación, como si hubiésemos entrado en otro mundo. Todo muy moderno sí, pero con una rara sensación de no estar ya amparados por lo conocido; la ciudad de Cesme es como Benidorm o cualquier ciudad vacacional costera de España, con sus mismos restaurantes, tiendas de flotadores y olor a aftersun. Con las calles repletas de turistas en bañador, la única diferencia era la llamada del muecín a la oración y a todo volumen, que se oía desde cualquier lugar. Nos dimos un paseo por sus abarrotadas calles y, como no podía ser de otra forma, cenamos un kebab antes de irnos a descansar al hotel.

Un paseo por el MediterráneoDesayunando y con el mapa de Turquía encima de la mesa pusimos la vista en la antigua ciudad de Hierapolis y la famosa montaña de algodón Pamukkale, con sus piscinas y sus caprichosas formas que se han modelado con el paso del agua durante siglos.

Enfilamos la autopista rumbo a Aydin donde paramos a tomar un kefir (yogur batido), sin más continuamos por la autopista jalonada de puestos de fruta, donde destacaban los higos; vimos tantos que kilómetros más tarde decidimos parar a comprar unos pocos. Para nuestra sorpresa, la mujer que atendía el puesto -velo en ristre- no quiso atendernos. Llamó por teléfono e inmediatamente apareció un sujeto vestido de uniforme, que nos vendió lo higos ante nuestra cara de asombro por lo sucedido. Sin más, nos marchamos siguiendo la ruta hasta llegar a Pamukkale.

Ya bien entrado el día llegamos al hotel, donde después de una buena ducha nos dispusimos a subir a la montaña de algodón. Mi animoso amigo “Panoramix” pretendía acarrear equipo fotográfico, trípode, etc. Como yo no quería contradecirle le di ánimos, el calor era insoportable y el sol de justicia y David cargado como un mulo hizo bastante divertida la subida descalzos sobre la blanca piedra y las torrenteras de cálida agua que bajaban por los laterales. Es impresionante la blancura del suelo y de las paredes, que el trascurso del tiempo ha ido formando por el depósito de minerales sobre las rocas.

Una vez anochecido y cenando un delicioso pan recién hecho, nos dice el recepcionista del hotel que hay un español que nos está buscando, que ha visto las motos y quiere saludarnos y… sorpresa, ni más ni menos que el amigo Fernando “Mc Bauman”, conocido viajero, estaba allí delante a miles de kilómetros de nuestra tierra. La vida está llena de casualidades inesperadas. Tomamos un refrigerio y mantuvimos una animada charla, contando mil y una batalla y decidiendo si íbamos hacia la Capadocia o bien, debido a las altas temperaturas, tirábamos directamente hacia el norte. Se hizo tarde y nos fuimos a dormir; al día siguiente nos esperaba otra durísima jornada hasta la cuidad de las ciudades, Estambul.

Nos levantamos con las primeras luces del día y el frescor de la mañana nos acompañó durante el desayuno, básicamente pan de pita que horneaban allí mismo. Montamos todos los bártulos en nuestras monturas y con alguna que otra peripecia ocasionada por el efecto “Panoramix”, véase rama de árbol, bordillo, maleta, suelo, salimos de la montaña de algodón. Poco a poco la monótona autopista con el calor se iba haciendo insoportable. Paramos a comer en un bonito restaurante al lado de una cascada, que producía un pequeño desfiladero, para después, y con la tripa bastante llena, poner nuestra mira en la capital bizantina.

Un paseo por el MediterráneoNo olvidaremos en la vida la llegada a Estambul: cuarenta kilómetros de atasco, en una autopista de cuatro carriles, donde sucedían las más variopintas escenas, desde vendedores ambulantes a mendigos en silla de ruedas. No dábamos crédito a lo que veíamos. El calor por momentos se hizo asfixiante y junto con la humedad que había en el ambiente, hizo que estuviéramos a punto de desfallecer. Por suerte, un motero turco vio en la situación en la que estábamos y nos hizo señas para que le siguiéramos por el arcén, y a una velocidad digamos que algo elevada para la situación del tráfico, nos fuimos quitando kilómetros y kilómetros. Incluso la policía se apartó en el arcén para que pasáramos, con el consiguiente susto, porque pensábamos que nos iban a parar. Por fin y después de un buen rato, divisábamos al fondo el majestuoso puente del Bósforo. No me lo podía creer, estábamos allí. Puestos de pie en la moto y gritando como posesos, atravesamos desde Asia a Europa. El caos circulatorio, tanto de vehículos, como de peatones, nos hizo pensar que efectivamente Dios existe. Encontramos un fantástico Hotel al borde del mar en el Bósforo, prácticamente debajo del puente, donde nos identificamos. Cuando se dieron cuenta de que éramos españoles, nos dijeron las palabras mágicas “Real Madrid”. Como pensaba que esto sucedería en algún momento del viaje, llevaba una camiseta en la maleta y se la ofrecí al recepcionista del hotel. A partir de ese momento, y con una cara de emoción que no podía ocultar, tuvimos guía gratuito para enseñarnos la ciudad. No dejaré de recordar la sala de masaje y al amigo “Panoramix” ataviado con una toalla, de dudosa procedencia, y recibiendo mandobles por parte de un fornido turco y comunicándose con él a base de gesticulantes onomatopeyas.

Como podéis imaginar, visitamos todo lo visitable de Estambul: Mezquita Azul, Santa Sofía, Uskudar, Gran bazar… He de decir que después de Nueva York, no ha habido ciudad que me haya impresionado tanto. El bullicio en la calle es comparable al de Madrid en hora punta, multiplicado por veinte.

Un paseo por el MediterráneoCon pesar y después de tres días en esta maravillosa ciudad, pusimos rumbo de nuevo hacia Grecia. Antes de llegar a la frontera griega nos ocurrió otra anécdota del efecto “Panoramix”, y aunque no os lo creáis, en un estrechamiento producido por obras nos adelantó un coche a toda velocidad justo en el momento en que se estrechaba la autopista, cuando metros más adelante atropellaba a un gato y una vez que pasaba el coche, aparecieron dos mastines que se comieron el gato. Solo faltó que se comieran también a “Panoramix”. De repente y después de este episodio esperpéntico, comenzó a diluviar y tuvimos que refugiarnos en una especie de cobertizo que parecía el campo de entrenamiento de Al Qaeda. Aparecieron campesinos ataviados con trajes regionales y Panoramix me decía “de aquí no salimos vivos”. Contrariamente a la apariencia, y como siempre suele suceder, estas gentes nos invitaron a comer y beber y nos ofrecieron toda su hospitalidad. Una vez cruzada la frontera griega, nos esperaban la ciudad de Alexandropolis y la maravillosa costa de Neos Marmaris, donde nos dimos unos estupendos y reparadores baños, además de degustar los pescados locales. La zona, en verano, está repleta de turistas y las carreteras de doble sentido prácticamente nos impedían adelantar el terrible atasco que se formaba para ir a las playas. Una vez que pudimos salir de allí, nos dirigimos hacia la ciudad de Tesalónica con su maravillosa bahía y sus puentes en la autopista, que poco a poco se iba convirtiendo en una autopista de montaña atravesada por numerosos túneles y maravillosas vistas, hasta que desembocamos nuevamente en la ciudad de Igoumenitsa, en la costa donde tomaríamos el ferry hasta la ciudad italiana de Ancona. Mientras esperábamos la partida del barco, hicimos amistad con unos moteros de Shanghái y con un francés que venía de Cabo Norte en una custom adornada con un bidón de plástico para la gasolina. Tras una fría travesía, debido al aire acondicionado del barco y a que dormimos en el suelo, llegamos a Italia. Atravesamos, después de desembarcar, la fascinante región de Umbria, con sus fantásticas colinas bañadas por los viñedos y los pintorescos pueblos. Vistamos Gubbio y dormimos en un monasterio del siglo XVI. El paseo en moto por las colinas viendo cómo desaparecía el sol fue uno de los momentos más relajantes de todo el viaje. Al día siguiente nos dirigimos hacia la región de la Toscana y bordeando Siena, y ya muy cansados, decidimos ir a Roma para ver si podíamos cambiar los billetes del ferry que nos llevarían de nuevo a casa. Así lo pudimos hacer y después de meternos a dormir todo lo que pudimos durante la travesía, desembarcamos en el puerto de Barcelona, e igual que nos encontramos y tras un fuerte abrazo me despedí de mi amigo David, el gran Panoramix.

Para Motoviajeros, texto y fotos:
Óscar Sánchez Hernández.-

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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