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Luces del Norte: Nordkapp en moto (¡por pistas hasta Escandinavia!) Luces del Norte: Nordkapp en moto (¡por pistas hasta Escandinavia!)
Cuándo fue la última vez que me sentí parte de algo? ¿Podría ser de cualquier grupo que comparta una afición cualquiera, el grupo de... Luces del Norte: Nordkapp en moto (¡por pistas hasta Escandinavia!)

Luces del Norte: Trans Euro Trail.

Cuándo fue la última vez que me sentí parte de algo? ¿Podría ser de cualquier grupo que comparta una afición cualquiera, el grupo de compañeros de trabajo… de la hinchada de un equipo de fútbol, de un partido político…?

Esperad. Me refiero a algo auténtico, bueno en sí mismo para todos e incorruptible por nada ni nadie.
Todo eso puede tener su sentido y su momento, pero nunca me satisfizo plenamente porque en casi todo aquello donde los humanos metemos las zarpas acaba prostituido por el dinero o por intereses enfrentados.
Y si creéis que no, pensadlo unos instantes.
Mientras espero a que el café se enfríe, pienso en todo esto y en lo que me ha traído hasta aquí.

Nos hemos olvidado de lo que significa vivir a un ritmo lógico. Nos hemos olvidado de lo que somos.
Hemos olvidado quién es nuestra Madre porque vivimos muy lejos de ella, sin recordar que somos parte de ella. Que SOMOS Ella.
Transitamos desbocados por carreteras desde el origen al destino sin contemplar el camino, con demasiadas preocupaciones y la mayoría absurdas. Y ya no la miramos, ni le susurramos, ni le sonreímos. La Naturaleza lo es todo, nosotros formamos parte del TODO.
Siento la necesidad de viajar despacio, de vivir con la luz del día y de rendirme agotado de noche.
Siento la necesidad de alejarme del ruido incluso del que se deriva de los viajes en motocicleta habituales. Buscaba el silencio y la paz de las montañas, el murmullo narcotizante del viento entre las hojas por la noche invitando a dormir y el canto de los pájaros al despertar. Ansiaba las conversaciones sencillas con la gente que vive y trabaja el campo, cocinar con mi hornillo y disfrutar de largos momentos de vida contemplativa filmando la vida salvaje y calentándome al calor de la hoguera. Sobran la luz eléctrica, los colchones de viscoelástica y el exceso de higiene corporal.
Sí, me sobran. Quiero sentirme parte del TODO.

FRANCIA Y LOS DOS METROS CUADRADOS.

Ayer llegué a mi cabaña a última hora del día como cada día desde hace ya un mes. Monto a Saltamontes (mi moto) durante toda la jornada y mientras cruzaba la vieja Europa, – la de las prohibiciones y los vicios velados- debía gestionar con cuidado las horas de luz. Ahora, en Escandinavia, un cometido menos del que ocuparse, porque la tengo todo el día.
He venido a buscar la luz del Norte.
Una luz blanca, peluda y transparente acompañada de una paz y un silencio solemne que lo invaden todo, me emborracha de serenidad. La luz del Norte me muestra orgullosa la Creación, y pienso para mí que se asegura de iluminarlo todo siempre, por si acaso no soy capaz de ver.
Estoy inmerso en el viaje de mi vida.

En moto hasta Escandinavia por la Trans Euro Trail (TET

Ahora me encuentro en el corazón de Suecia, a la altura de Estocolmo, dirección Cabo Norte. Sigo una ruta off road llamada Trans Euro Trail, (TET) una iniciativa de un grupo de motoristas ingleses a través de la cual podemos recorrer íntegramente desde cualquier punto cardinal al opuesto por una red de caminos, pistas de tierra y carreteras asfaltadas de tercer orden. Dependiendo de las leyes locales podré acampar libremente. Algunas son ambiguas o poco desarrolladas, por lo que al final me convertiré en mi propio juez y en mi propio policía.
Salgo de casa el 6 de mayo. Para mí, la travesía comienza en Coustages. Es el corazón de los Pirineos. ¡La enorme Francia! No sorprende, pero a la vez maravilla. Tardé diecisiete días en completarla.
FRANCIA Y SUS ACAMPADAS DE GUERRILLA.
El camino francés es lógico para el viajero. Avanzas, y un tramo de pista puede durar decenas de kilómetros. Carcassone, Rodez, Orleans, Paris… poblaciones de referencia pero que nunca visitaré. Vivo en el bosque, duermo en él, en mi tienda diminuta, y aunque me cueste mucho esfuerzo a veces encontrar un buen escondite para dormir, lo conseguiré todos los días de la ruta.
A la dificultad del camino en sí se sumó la largura y la lluvia. El barro omnipresente pone mi resistencia rozando mi límite soportable cerca de Mauriac. Allí me quedaré varado durante horas, revolcándome en un pisto de barro, moscas y excremento vacuno. Con paciencia y un poco de humor, saldremos lentamente.
Parte del trazado es de hierba tupida. De tierra reblandecida por la humedad. También de afiladas lajas de piedra que se regalaban una ración de tacos de mis ruedas a mi paso. De subidas y bajadas constantes, de castillos medievales y pueblos de piedra engalanados con geranios blancos y rosas. De pequeñas aldeas abandonadas donde sentirse el Representante de tu propia Confederación. De nieve en sus cumbres más altas y de habituales visitas furtivas de ciervos y marmotas a mi campamento.
La soledad está garantizada, y se torna mi fiel aliada.
Me levanto con el Sol, y me alisto para salir cada mañana alrededor de las ocho. Necesito hora y media desde que abro los ojos hasta que pongo primera y suelto embrague. Es entonces cuando tengo que despertar de golpe y con legañas en los lagrimales compruebo que el trazado no da tregua.

BELGICA. MAR VERDE
Los obstáculos van llegando a cada rato. El barro profundo y las raíces atrapan los hierros de mi compañero cuando lo arrastro por el suelo; aparecen roderas profundísimas donde tengo que pilotar con los pies en el suelo y con las rodillas prácticamente a la altura del manillar; una vez saldrá volando el caballete lateral, teniendo que poner durante dos días bridas para sujetarlo cada vez que quiero avanzar, y cortarlas al parar. Así funciono hasta encontrar un muelle que me regala el trabajador de un taller, en un pueblín fronterizo con Bélgica que nunca sabré su nombre.
Sí, el precio hay que estar siempre dispuesto a pagarlo. Aún así, las dificultades nunca ensombrecerán a los beneficios. Es más, son diminutas en comparación. Porque una vez saldada la deuda con el Camino te das cuenta de que no es para tanto. Que nunca recibes una prueba mayor de la que uno mismo puede soportar. Que tenemos infinidad de recursos dormidos y que un viaje así te ofrece la posibilidad de extraerlos, de usarlos y de potenciarlos. Y de cambiarte por completo. Y para que eso ocurra tengo que establecer una relación muy estrecha con el Camino. Y entonces él me hará regalos enormes.
¿Sabéis? Comer pan recién horneado, beber agua hasta saciarte sin tener que racionarla, que algún motero local me acompañe a montar unas horas, ser invitado a una cerveza al pedir agua en las casas, montar rápido y seguro por pistas larguísimas, una cena abundante frente a un paisaje irreal de pura belleza y el sueño que se desprende del cansancio más extremo me proporcionarán sensaciones que no se olvidan fácilmente.
En un diminuto pueblo habían habilitado la parada de autobús como un punto de intercambio de libros; una iniciativa digna de ejemplo. ¿Que la gente de campo son unos brutos? Pasaos por Lespinnassière.

BELGICA. SALTAMONTES DESCANSA
Me da exactamente igual el país en el que me encuentro. El mundo en el que vivo no entiende de ese tipo de diferenciaciones a las que estoy acostumbrado en otro tipo de travesías. Aquí el verde es el único color de la bandera, los himnos las arias que interpreta a diario la Naturaleza, la única ley que rige es la Natural y los anhelos y sueños de las personas exactamente los mismos que en cualquier parte del planeta.
Y con una aparente aventura descontrolada por guión, pero marcada por una fuerte rutina diaria como herramienta básica para no perder tiempo, vamos avanzando lento pero con rodada firme hasta llegar a Bélgica.
De trazado infinitamente más corto que el de su vecina pero igualmente húmedo y embarrado, con la salvedad de que aquí las pistas no tienen un trazado lógico. Rodean campos de cultivo siempre delimitados con vallas para contener a los animales de granja, algo que me dificultará aún más encontrar tres metros cuadrados para plantar la tienda, y avanzo a base de dibujar cuadrados en el mapa.
Gino, al que conocí a través de una red social y que me ofreció intendencia, es un eterno adolescente de cincuenta y tantos aficionadísimo al offroad que no dudó ni un segundo en abrirme las puertas de su vida. Llegaba al diminuto Bellegem con intención de darme un merecido descanso. Tiene una familia maravillosa que me trató como a uno más de la familia. Su padre es un campeón de ciclismo en los años cuarenta. Y su madre es amor con una melena blanca.
El día que me despedí de mi nuevo amigo encontré un lugar maravilloso para acampar en medio de un pequeño bosque, sintiéndome una bestia más. Todo era lógico. Sencillo. Y eso ya es mucho. Satisfacer simplemente las necesidades básicas y avanzar cada día un poco más me llena de una felicidad total, descubriendo y potenciando los superpoderes que todos tenemos dentro pero que a menudo duermen lánguidos por la comodidad de girar un grifo para obtener agua caliente.

QUE PASA, TRONCO.
No me importa el dónde. Sólo me importa cómo estoy. Estoy en un bosquecillo superviviente entre tanto sembrado. Suficiente. Y en aquel bosquecillo llegué hasta el lugar donde reposa la primera papilla que me dio mi madre. Me rajé el pecho y dejé entrar y salir por dos canales energías de signo opuesto. Allí me despojé de la resistencia que persistía a lo desconocido, alentado por lo pequeño y débil que me sentía comparado con lo bizarro del Camino. Allí me abracé desnudo al devenir, algo me dio un cálido abrazo por despojarme de mi escudo y mi lanza. Allí aprendí que por la vida se transita mejor con la aceptación total a lo desconocido frente a la resistencia al cambio; una apuesta total sin fisuras a la asunción de la responsabilidad de mis actos.
Por eso no tiene ningún sentido para mí cuando me preguntan si tengo miedo al hacer este tipo de viaje y en soledad.
Miedo, ahora, me daría el dejar de hacerlo. ¿Cómo aprendería entonces?
A la mañana siguiente me despido de mi bosquecillo mágico y tomo el desvío desde la pequeña carretera alquitranada entrando en una ancha pista de tierra. Eufórico veo cómo se estrecha paulatinamente, casi sin darme cuenta, convirtiéndose en una trocha de un escaso palmo de ancho, cubierta por las hierbas de mayo, bacheada y con dos canales de agua a derecha e izquierda. Sólo hacía pie por un lado; la trocha caía suave y progresivamente por los costados, metiéndome en una situación de equilibrio circense como un funambulista camina por su cuerda planeando sobre un foso de cocodrilos.
No había peligro por hacerme daño. Solamente que Saltamontes resbalara y fuera engullido con mi casa a cuestas por cualquiera de los dos canales, distantes apenas a un metro de mi trocha. Avanzaba a ciegas, soportando constantes socavones que me hacían perder el equilibrio, con la mano izquierda dolorida de aguantar la maneta del embrague y dudando si sabría mantener a raya el creciente pánico que me invadía. Sólo tenía que ir muy despacio, respirar profundo de tanto en tanto y no cometer el más mínimo error.
Cuando llegué al asfalto grité liberando toda la tensión. Pasé miedo. Si hubiera sido unos metros más largo no sé qué hubiera pasado, pero no tengo tiempo para conjeturas absurdas. Quiero continuar.
Finiquito Bélgica en una mañana más después de recuperar fuerzas en un camping de Kasterlee durante dos noches y antes del frugal almuerzo ya poso en el cartel de bienvenidos a Holanda.
Sus características geográficas hacen que los arenales sean el elemento natural al que adaptarse.

HOLANDA.MOLINOS
La TET holandesa son rectas interminables de decenas de kilómetros que discurren equidistantes a larguísimos canales navegables sembrados de nenúfares y habitados por familias de patos salvajes que surcan sus aguas ajenas a todo. Les espanto con el ruido de las entrañas de mi enorme motocicleta. Huyen contrariados.
Me encuentro un tronco enorme que bloquea el paso y vuelve a poner a prueba mi determinación por avanzar. Cualquier técnica es válida para dejar el estorbo atrás. Arrastrar a Saltamontes por el suelo, empujarlo, descargar el equipo y volverlo a cargar…procedimientos habituales que hacen que me olvide por completo del reloj y de los objetivos diarios.
Me va bien agotarme hasta necesitar urgentemente reposo; me va bien reemprender la ruta, el comer o ayunar, pasar calor o conducir durante horas calado hasta el tuétano. Todo forma parte del viaje.
Ceno, y cuando me tumbo un rato antes de dormir son las ocho y media de la tarde. Aparece súbitamente un pastor alemán por mi izquierda. Me da un lametón en el reverso de la mano y se va por donde ha venido con el rabo en alto a alertar a su amo de mi presencia.
Estoy haciendo cada noche acampada libre, y en estos primeros países que recorro está prohibido -como mucho, mínimamente tolerado-. Las sanciones son muy altas. Si me quieren denunciar que lo hagan, habrá valido la pena siempre. Y no me refiero al dinero que me ahorro en alojamientos; es al poder ejercer mi soberanía con responsabilidad, hoy algo inédito con tantas prohibiciones.

HOLANDA. ARENAS 1
Esto es en lo que pensaba antes de aparecer el amo del perro. Es un señor de unos sesenta y cinco años dando un paseo con la fresca alrededor de su casa. Al verme levantó la mano en señal de saludo y me sonrió, sin más. Yo hice lo mismo, y me di cuenta de que los dos, o, mejor dicho, los tres -incluido su perro- estábamos tranquilos, en paz y disfrutando de una bonita tarde de mayo. Supe que nadie me iba a llamar la atención, por lo que di el último sorbo que me quedaba de cerveza caliente, me metí en el saco y que quedé dormido en el acto.
Es domingo por la mañana y detrás de mí hay una plaza en un pueblo llamado Vriescheloo, a tiro de piedra de la frontera con Alemania; está lleno de niños con sus padres disfrutando de un día soleado.
Hace dos días que rompí la cafetera y no hay manera de encontrar la que necesito, una de esas pequeñas clásicas italianas.
Llego a una cafetería con terraza y decido parar a tomar un café. Hay una enorme jardinera acicalada con flores de múltiples colores justo a mi izquierda. Estoy recogiendo la electrónica de Saltamontes. Y justo en el momento que sujeto el GPS en la mano, la realidad me golpea en la mandíbula. Salgo a empujones de la abstracción tan colosal de todo lo que hay más allá de la punta de mis botas por la soledad constante en la que vivo desde que emprendí mi viaje, disolviéndose en el acto.
El rictus de entre susto, sorpresa y asco de la señora mayor con el pelo teñido de color neutro y vestida de sport sentada en ese macetero gigante al comerse el inesperado y sonoro cuesco es como una daga turca que se clava en mi sien. La vista se nubla un instante. Se acciona un resorte mecánico y huyo en dirección a la terraza de la cafetería. No pude ni disculparme… Me quedé bloqueado, ruborizado hasta un límite nunca sufrido de adulto, impidiéndome articular palabra.
Siento fuego en el cuello, en la cara y en las manos. Me siento mirando al suelo a esperar a que el bochorno desaparezca. No me atrevo ni a buscar a la pobre señora con la mirada.
Mi incoherente forma de limpiar mi nauseabundo karma será dejando dos euros de propina a la ya abultada factura de un café de seis, ascendiendo el montante total de mi primer y único café consumido sin mi cafetera a ocho.
Al cabo de unos minutos ya recordaba la escena con una sonrisa de media boca. A la media hora empecé a reprenderme el descuido en voz alta, y a la hora ya me reía de mí mismo y de lo que imaginaba que explicaría mi sufrida víctima haciendo un café con sus amigas. Con estos pensamientos, y casi sin darme cuenta, entro en Alemania.
Será un puro trámite, ya que el off road está prácticamente prohibido en el país germano. Me plantifico en la isla de Fehman el mismo día y embarco en el ferry rumbo a la tierra prometida de los viajes off road en Europa: Escandinavia.
Entro por primera vez en mi vida a Dinamarca, y será con Saltamontes camino de Cabo Norte en un viaje de dos meses por pistas y caminos en total autonomía.
Si se hubiera hecho un referéndum buscando al vagamundo más feliz de la Vía Láctea, seguramente mi cara hubiera salido en la mayoría de las candidaturas.

LUCES DEL NORTE.

HYGGE. Los daneses tienen esta entrada para definir el acto de disfrutar las cosas pequeñas que nos hacen felices. Esta pequeña nación destaca siempre en los primeros puestos del Informe Mundial de Felicidad y son sus principales prescriptores. Se trata, según ellos, de prestar más atención a lo cotidiano localizando sensaciones que normalmente nos pasan por alto.
Os recomiendo la lectura de “La Felicidad de las Pequeñas Cosas”, de Viking Meik, uno de los autores más reconocidos en el universo “hygge”. Aquí aprenderemos que “un baño con espuma, una copa de vino, encontrar un caracol en una maceta, unas sábanas recién puestas o el café por las mañanas” puede ser fuente directa de felicidad duradera, enlazando un momento hygge con otro.
Empiezo a recorrer la isla Lolland por el sur rumbo al este. El paisaje es casi virgen, con granjas de madera de color rojo tierra muy diseminadas y con el fuerte olor a mar omnipresente. Conduzco despacio, admirando las altísimas secuoyas. Bosques en los que apenas entra luz solar de lo copudos que son sus árboles, con un manto de unos treinta o cuarenta centímetros de musgo apelmazado. Encontré maravillado esa especie de delicado liquen que sólo crece en ambientes de una pureza medioambiental intacta.

DINAMARCA. PINOS-SEQUOYAS.
En toda Escandinavia, y en cada país con un nombre distinto, existe un ancestral concepto que defiende el derecho de paso de todo viajero por casi cualquier terreno y camino. Nadie puede prohibirte cruzar, pero tú debes respetar el entorno, la propiedad privada y a sus dueños; Además, los gobiernos escandinavos han creado una extensísima red de abrigos de madera, con emplazamientos para hacer fuego, a menudo cerca de ríos y lagos, permitiendo la acampada libre mientras no lo hagas en fincas privadas. Y si lo estás, pidiendo permiso accederán casi siempre.
En estos abrigos siempre hay un lavabo químico; enseres para cocinar al fuego, leña perfectamente cortada y apilada en algunos casos para meses; a veces agua potable embotellada y en algunos casos hasta un líquido desinfectante para manos.
Sigo una senda hasta verla morir en la misma playa. Busco atento. Hoy llevo 400 kilómetros recorridos, de los cuales 150 son off road; ya estoy muy cansado. Pero la cabaña que me recomendó una encantadora pareja de ancianos horas atrás no aparece.
Dejo a Saltamontes y me pongo a andar por la arena. Debo de estar muy cerca, pero no soy capaz de verla. -Quizá esté destruida- pienso… Dormir en un refugio de madera a orillas del mar con el rumor de las olas, poder cocinar al fuego… la tentación me empuja a seguir buscando. Doblo un recodo de noventa grados en un sendero lleno de vegetación… y ahí están.

Dos cabañas con los techos invadidos por el musgo, perfectamente camufladas, imposible verlas si no lo deseas mucho. Son dos abrigos abiertos por una cara, con tres paredes, suelo y techo, elevadas sobre unos palafitos de madera que las mantienen aireadas, secas y limpias, con área de fuego y un lavabo químico.
Aunque hacía frío paso una noche inolvidable…no sabía si centrarme en el patrón musical que formaban las olas del mar y las hojas de los árboles sacudidas por el viento o escuchar el crepitar de la hoguera. Al final, sin llegar a una decisión, me quedé profundamente dormido con una sonrisa grabada a cincel.

DINAMARCA Y LA PRIMERA CABAÑA.
A la mañana siguiente y después del desayuno, sigo adelante. Diviso lagunas surcadas por cientos de patos y casas de labranza de madera y piedra muy al estilo bretón; bosques misteriosos atravesados por caminos en muy buen estado que me permiten estar atento a la paz y al silencio que casi hace daño a los oídos. Parar el motor y escuchar se convertirá en mi principal pasatiempo y estremecerme a cada rato por la música de la Naturaleza. Todos los músicos en perfecta sintonía, pura poesía para el alma.
Desde el punto en el que me encuentro, el trazado gira abruptamente hacia el Norte. Atravieso el país por su centro; llego a su extremo hasta dar con el Parque Nacional Skjoldungernes. Una reserva de aves migratorias en esta época de año muy menguada. Aun así, el revuelo que forman cuando levantan el vuelo chillando todas a una es espléndido. Es un lugar ideal para acampar, pero sigo adelante con el fin de intentar coger el ferry que me lleve a Malmö. Suecia está ya muy cerca.
Contacté hace unos días con Francesco, motero italiano expatriado en Malmö. Me ofreció pasar la noche en su casa, con su mujer rumana y su hija de diez años.
Me recompongo de nuevo, pero no estoy más que una noche. Soy tentado a quedarme más. Pero aún queda mucho camino.
Suecia, empezando desde el sur, es más llano, poblado e industrializado que el norte. Atravieso polígonos, vías férreas y monto por caminos anchos y rápidos. Parece que la lluvia omnipresente en las últimas dos jornadas me ofrece una tregua, me quito el traje de lluvia y empiezo a estudiar el tipo de pistas. Da la sensación de que las arreglan cada día, están en perfecto estado aun estando mojadas.

SUECIA. PANORÁMICA LAINIO. ESCANDINAVIA.
Hay “tres niveles”. La primera es ancha, rápida y fácil, dónde alcanzar los ochenta kilómetros por hora es sencillo. El segundo nivel es un desvío desde estas hacia tierras más indómitas donde avanzar es más lento; la pista se estrecha hasta el máximo de un metro, hay socavones, piedras y ramas abundantes. A menudo sube una loma para luego bajarla por el lado opuesto. Y desde esta parte el tercer nivel: suelen ser roderas, “single tracks” muy técnicos y que no se prolongan demasiado, normalmente menos de una hora si las condiciones del camino no tienen ganas de jugar contigo.
Röke, Vittsjö… Los brazos ya pesan y los movimientos empiezan a hacerse cachazudos. Markaryd, Älmhult… es hora de buscar un lugar para acampar. Veo en el mapa otra cabaña en la misma ruta y conduzco hacia allí sin dudarlo. Me costará un buen rato encontrarla, no está permitido entrar con motocicleta, pero hace tiempo que sólo escucho a mi autoridad moral. Y a estas alturas de carrera ya ha ascendido a almirante.
Aparece la cabaña. Después el lago-espejo justo delante. El corazón se llena de alegría repentina solo de imaginar que en esa inmensa república voy a pasar la noche.
Recojo leña y preparo la zona de dormir dentro del abrigo de madera cuando veo aparecer un chico joven, con una mochila a la espalda, caminando hacia mí. Es Arthur, lituano, tiene 24 años y está inmerso en una aventura a pie desde su país al lago Sillyan en el norte de Suecia. Su objetivo es convivir con osos. Intenta pescar algo para la cena, sin éxito. Cenaremos de mi despensa.

SUECIA. ARTHUR.Pasamos una noche muy animada regada con cerveza y hablando de nuestras vidas, sin reparos ni censuras. A quemarropa. Sabiendo que probablemente nunca más nos volveremos a ver.
Al día siguiente amanece un día muy sereno. Me deslizo por un manto verde con jirones de niebla esparcidos entre los pinos. Casas de madera de color rojo y alguna disidente amarilla o violeta salpican el paisaje. Apenas encuentro personas, para conseguir agua tengo que llamar a la puerta de alguna vivienda y cuando encuentro a alguien me la dan sin dudarlo.

En Alvesta, el primer pueblo sueco grande que visito, compro comida en un supermercado. Encaro al norte hacia Rydaholm y me sumerjo en los bosques mágicos de Bor. Hojas caducifolias juegan con la luz y la proyectan entrecortada a la visera de mi casco. El suelo de tierra es blando, rico en humus, la vida se extiende bajo mis pies.
La región de Tidaholm y la Reserva Natural de Hökensas se revelan como un parque de atracciones para motoristas off road; aquí me reencuentro con la arena profunda y la abordo con naturalidad y seguridad, ya que en el examen holandés acabé aprobando.

SUECIA NORTE. ARENAS DEL DIABLO. ESCANDINAVIA.
Paso todo el día disfrutando como un niño despreocupado que solo piensa en disfrutar, y como colofón soy agasajado por los trolls del bosque con una cabaña en una minúscula península rodeada de agua.
Aquí pasaré dos días, descansando. Ver llover, leer, filmar animales y dormitar serán mis únicas ocupaciones. No salgo de un radio de veinte metros de la cabaña. ¿Para qué iba a hacerlo?
El principal peligro en esta latitud y hasta que finalice el viaje serán los cruces repentinos con renos y alces. Al escuchar el motor de Saltamontes saltan a mi altura de puro miedo y se ponen a correr delante hasta que suelto gas y se pierden por el margen del camino bosque a través. Son animales imponentes, gigantescos, de cara cómica y torpes al correr, en especial los alces. Provocan alrededor de siete mil accidentes anuales en toda Escandinavia.
Estoy en Charlotenberg cerca de la frontera con Noruega. Es uno de los puntos cardinales más aislados de la geografía nórdica. Apenas un puñado de casas de campo con una evidente falta de mantenimiento y un cartel amarillo y oxidado me informan de que entro en el país más rico del mundo.

SUCIA. ARENAS DE CABRALES. ESCANDINAVIA.
Al poco, y ya en Noruega, exploro una casa abandonada cerca de Austmarka. Es sobrecogedor… Está todo intacto, todos los enseres están en su sitio como el mismo día en que se marcharon sus moradores con aparente prisa; paredes forradas de papel, ropa en los armarios, platos, vasos y ollas en la cocina, una radio antigua, las camas hechas… Vehículos de modelos norteamericanos de la década de los cincuenta abandonados con las llaves puestas; los techos a medio vencer… Apocalíptico.
De repente, oigo un ruido sordo que proviene de la habitación de al lado. Huyo por la misma ventana por donde he entrado. Me protejo sin correr riesgos innecesarios. Seguramente sería un pequeño animal, pero en fracciones de segundo el instinto de supervivencia brota generando adrenalina que impulsa mis músculos a la carrera. Arranco rápido y acelero derrapando y riendo como un poseído. ¡¡Libertad!!
Me recojo en otra cabaña libre con el techo lleno de hierba, esta vez un poco lejos del lago que me abastecerá de agua porque no he encontrado ninguna casa habitada en todo el día. Tendré que hervirla y gastar mucho propano que además empieza a escasear. Hay muchas hojas sedimentadas en el lago y el agua es de un marrón muy poco atractivo con un sabor terroso que casi me da más sed, pero al menos me hidrato.

NORUEGA. Y SUS PUENTES. ESCANDINAVIA.
Acabo el paseo noruego de dos días y vuelvo a Suecia. Circulo unos veinticinco kilómetros por alquitrán hasta que vuelvo a los caminos. Conduzco en medio de una explotación maderera a buen ritmo hasta que doblo una curva donde tengo que frenar de urgencia a apenas dos metros del borde del mismo cauce, que cuenta con una caída de unos tres metros hasta la corriente. Ha ido de muy poco. El puente ha desaparecido, y un río rabioso me reta a vadearlo.
Grito de la impresión. No recogeré el guante ante semejante desafío. Mi soledad me aconseja prudencia.
Busco pistas alrededor con el dron, pero el río forma dos meandros impidiendo cruzar al otro lado. Tengo que desandar el camino unos kilómetros y avanzar por carretera. Y empieza a llover.
Los mosquitos me tendrán amargado y el camino se hará más espeso. Grava y arena profunda dificultan mi avance. No estoy de humor, y me arrastro por esos caminos sin apenas prestar atención al sitio de acampada escogido. Éste será una guarida de chupasangres, teniendo que comer con el casco puesto y levantando y cerrando la calota para llevarme la comida a la boca.
Aquí empieza mi particular vía crucis de aquellos días.

LAGOS. ESCANDINAVIA.
No tengo ni repelente, ni mosquitera. Apenas duermo, tengo pesadillas, además de caer por la noche un aguacero en medio de una fuerte tormenta eléctrica. Todo pasó junto, perdí mi fortaleza, no estaba cómodo.
Todo me costará el triple de esfuerzo. Las pistas mojadas y blandísimas, el cuerpo en carne viva por rascarme con fruición, calor bajo los dos trajes y falta de movilidad, ropa mojada, rozaduras rebeldes…se me había agotado la paciencia.
Había dado fiesta a mi último centinela de guardia y me asaltaron las dudas. Conducía harto, sin atención a unos ochenta kilómetros por hora… hasta que la rueda delantera se clavó de pronto en un banco de arena. El golpe fue muy fuerte. Me clavé el manillar en un costado y me quedé sin respiración durante unos segundos. Me recupero del tozolón y evalúo daños: lo único roto, el soporte de la cámara trasera. He tenido mucha suerte.
Vamos, León. Saldrás de ésta. Todo está en tu cabeza. Para, piensa y actúa.
Mi llegada a Lycksele fue importante por dos motivos: porque me armo de todo tipo de productos y cachivaches para combatir a los mosquitos; y porque aquí empieza la última sección, la número tres, que me llevará a Noruega para abandonar definitivamente el país sueco. Mi ánimo se templa y poco a poco empiezo a disfrutar de nuevo. El cielo se abre y el Sol vuelve a calentar, de momento tímidamente. Las pistas se compactan y planto cara a una parte muy remota del track con energías renovadas, ya con un frío intenso y con la cremallera de la chaqueta rota.
No será hasta al cabo de tres días que encuentre a Jodet que me la arregle, gracias a las indicaciones precisas de la cajera de un supermercado.

PIDE PISTA QUE DESPEGO. ESCANDINAVIA.
Sigo encontrando alojamientos libres maravillosos; los avistamientos de fauna como renos, alces, marmotas, urogallos, cisnes…son constantes. En especial disfrutaré en la pequeña Reserva Natural Reivo. Un lugar con una magia especial; con cabañas grandes y más cuidadas que de costumbre al ser un área muy visitada en verano por numerosos excursionistas; los lagos en los que quitarme el polvo del camino y las cenas a la luz del frontal hacen de estos días realmente inolvidables. Sin cobertura en el móvil, con provisiones de sobra y sin demasiados problemas para encontrar gasolina, van pasando las jornadas de aventura en paz y en un silencio delicioso sólo mancillado por el sonido atronador del monocilíndrico corazón de Saltamontes.
A la altura de Jokkmokk, ya en el Círculo Polar Ártico, las veinticuatro horas del día tienen luz uniforme. Una luz transparente y fina, que con el cielo incendiado en una sorprendente paleta de amarillos, rojos y naranjas hacen de cada segundo una declaración de amor.
En esos días es cuando me sucede lo más divertido del viaje.

REMANDO EN EL RÍO LAINIO. ESCANVINAVIA
Tenía que cruzar el río Lainio usando una barca a remos y un ferry con tracción humana. Pasar al otro lado con la barca derivó en fracaso rotundo, abandonándola en la orilla opuesta cientos de metros más abajo. Atravesé los campos de cultivo hasta encontrar el ferry. Descubrir el mecanismo manual del ferry me llevó una hora y media, y cruzar ya con Saltamontes a bordo otra más. Invertí toda la tarde en la empresa, y gracias a un chico que me vio bregar a lo lejos y que llamó a otro que se encargó de rescatar la barca y darme instrucciones a gritos desde el otro lado la, aventura finalmente tuvo éxito.
Y por fin, en Kautokenio, entro en Noruega por segunda y última vez. Me esperaba la Old Postal Road. Una larga pista con una interesante historia de trescientos años. Fue un duro desafío por las condiciones en las que se encontraba. Decenas de árboles caídos que me obligan a parar a cada rato. Decenas de ramas caídas por el peso de la nieve aguardaban a que alguien los apartara del camino. Así que invertí todo el día en tareas de limpieza. Al acabarla tengo que confesar que me sentí orgulloso. Los numerosos vadeos fueron la guinda a un tinglado aventurero de primer orden.
Las motos de nieve abandonadas a finales de temporada de nieve y hasta el comienzo de la siguiente formaban parte de la tundra. Una visión casi onírica, incluso madmaxiana.
La temperatura era muy baja. Pilotaba aterido de frío con los dos trajes, el de moto y el de lluvia; una chaqueta de plumas, tres pares de guantes y dos de calcetines, dos pañuelos para la cara y la cabeza.
Las caídas eran frecuentes porque no tenía agilidad; los músculos tardaban en calentarse y los sentidos estaban atrofiados bajo tanta ropa. Las baterías de las cámaras se descargaban muy rápido y me obligaba si quería grabar la travesía –que quería- a cargar a cada rato. Un trabajo arduo.

NORDKAPP. FRÍO.
Al escapar de semejante erial conecto con el asfalto que me llevaría a pasar la última noche en un bosque a las afueras de Alta antes de acariciar el segundo objetivo de esta aventura, Cabo Norte.
No es fácil. El viento se torna huracán durante todo el día. Conduzco inclinado aguantando sus rachas. Paro cada media hora a calentar las manos a pesar de tener puños calefactables.
Aquí, en el trozo de asfalto final ya veo muchos motoristas que siguen la ruta clásica por asfalto y hablo con alguno de ellos. Compartimos impresiones del camino, y sigo con ansias hacia el gran Norte. Poco antes de la meta me cruzo con un ciclista y contemplo su lucha, y no puedo más que admirarle, ponerme a su altura y gritarle un mantra de ánimo. Me responde con un rictus de esfuerzo y agradecimiento levantando su mano izquierda a modo de saludo.
Aislamiento. Frío. Niebla espesa y fuerte viento. Pureza en el aire y negros farallones cortados a cuchillo. Una barrera y dos chicos jóvenes dentro de una garita me quieren cobrar treinta euros por visitar la famosa bola de hierro.
Hoy es 14 de junio de 2019 y acabo de llegar a Cabo Norte.

NORDKAPP 3
Me informan de que si me quedo a dormir no pago entrada porque ellos se van a las dos de la mañana. Quiero esperar a que la espesa niebla que me acompañaba durante las últimas horas se deshiciera, por lo que decido acampar allí mismo hasta que pueda contemplar el paisaje en todo su esplendor.
Una vez acampado, se me acerca un hombre bajito y enjuto empujando una bici del manillar. En seguida lo reconozco… Es el ciclista al que había animado antes de llegar. Me dio las gracias, un abrazo y compartimos cena a la luz del sol de medianoche. Se unió a nuestro pequeño grupo un motorista alemán vestido íntegramente de cuero, en manga corta, chaleco de su club y con gorra de piel. Apenas hablaba, simplemente estaba. Éramos tres viajeros muy distintos en disciplina, pero con algo muy profundo en común que nos hizo disfrutar de una fantástica velada en medio de uno de los páramos más desolados y románticos para el viajero ávido de historias.
La niebla persistía, los tres grados bajo cero y el fuerte viento calaban muy hondo.
A la mañana siguiente, deseando un clima más benigno y después de pasar una noche difícil decido grabar mi llegada a la bola, y me doy cuenta sorprendido de que casi ya no significa nada para mí.
Las primeras semanas de viaje me emocionaba cuando visualizaba este momento, pero después de todo lo vivido hasta llegar aquí la visita a la gran bola es eso, una visita a una bola. Insignificante e incluso prescindible. Fue un buen arreglo cinematográfico, una patena de fina porcelana que emplata una receta de alta cocina, quizá también unos finos botones recubiertos de seda del mejor traje de la mejor tela. Pero nunca será la película, la comida o el traje.

SUERTE. ESCANDINAVIA.
Cualquier noche iluminada por una hoguera, o el cruce de aquel ferry en el río Lainio; estar a unos metros de un alce con su cría o los maravillosos caminos recorridos, las palabras de aliento que me llegaron a lo largo de todo el camino, conocer cómo viven algunas familias locales, nuevos amigos, nadar en los lagos, la superación de problemas tras un buen plan, una llamada de teléfono a tiempo, la luz del sol de medianoche…todo eso y mil cosas más fueron mi verdadero Cabo Norte.
Al emprender el camino de regreso a casa, decido hacerlo por caminos a través de toda Finlandia. Estoy exhausto. Me muevo casi por impulsos eléctricos. Pero el descanso llegará. Ahora quiero vivir esta travesía con todo lo que soy y todo lo que tengo.
La primera noche en Finlandia fue soberbia. Preguntando en los alrededores de Köngäs una señora me indicó muy bien cómo encontrar una cabaña del gobierno. Con toneladas de leña y a orilla de un río para poder bañarme, me dediqué una cena especial a base de ensalada de patata alemana, salmón noruego, pan sueco y cerveza finlandesa. En los días anteriores apenas comí; el viento y el frío me quitaron las ganas.
En Kelujärvi, pocos días después, encuentro otra cabaña extraordinaria, dónde viviré un “atardecer” excelso.
A la orilla del lago con idéntico nombre me emborraché del sonido de la luz. La paz de sus aguas me devolvía el reflejo de un cielo incendiado, como si fuera de algodón tintado con los colores de unas brasas de un roble centenario. Con vetas marrones y violetas, este lienzo se proyectaba en el agua del lago que devolvía su reflejo sereno y simétrico. Presidía la secuencia un árbol seco, con los brazos abiertos y unos nudos llenos de secretos. Y como estrellas invitadas a tamaña obra los peces saltaban cadenciosos rompiendo el lienzo durante unos maravillosos segundos de maravilloso caos húmedo. Allí dormí como nunca. Lo recordaré siempre.
A la mañana siguiente y a la altura de Kuusamo me encuentro con tres caballeros ingleses con motos de campo. Están recorriendo Suecia y Finlandia por la TET. Comparto unas horas de amistad y camaradería exquisitas, separándonos a última hora de la tarde. Me costó separarme de Michael, Keith y Andrew. Excelentes pilotos y compañeros. Orgullosos de mí, de mi viaje, me ayudaron a reparar una cámara de acción y me dieron comida. Realmente especiales, sobre todo Michael. Tenía mucha luz en su interior. ¿Andrew? Un enamorado de su mujer. ¿Y Keith? Un campeón de surf de unos increíbles sesenta y pico.
Llego a la frontera con Rusia. Y esta región está muy apartada de todo. Conduzco con cuidado porque es fácil estar a cuatro o cinco horas del pueblo más cercano.
¿Por qué no acercarme a la frontera e intentar pasar sin visado? Sé que es casi imposible, pero tengo tiempo más que de sobra para hacerme pesado y un latino digamos que puede ser muy persuasivo si tiene delante a un finlandés.

FINLANDIA. PIT STOP.
Divertido, me acerco a la frontera en Salla. Invierto casi una hora sólo para conseguir que el policía finlandés llame al ruso. Pero lógicamente éste deniega mi entrada. –os dejo mi pasaporte en prenda- les digo, pero ni por esas. En fin, tenía que intentarlo. ¡Rusia!
Cuando el paisaje ya no puede ser más bello llego al Parque Nacional de Petäiskylä. Un área maravillosa de lagos, cabañas, islas lacustres y frondosos pinares. Me quedo sin aliento. Solo inmensa naturaleza, solo reina la paz y la armonía. Ni siquiera hay una explotación maderera cerca. Debe ser un área protegida. Sin pensarlo, planto la tienda en el mejor sitio con vistas al lago Louhilampi. Estoy en la mítica región de los mil lagos.
Me adentro en la pista que cada vez tiene peor aspecto. Rondo Vartiala. Ha estado lloviendo los últimos días de forma anárquica; cuando acelero y no tracciono y me hundo en el lodazal, lanzo un sonoro reniego.
Salgo con mucho esfuerzo, resollando con la boca cerrada para que no entren mosquitos. Apenas 50 metros después, la rueda trasera se queda clavada en marcha. Me derrapa de atrás sin consecuencias. Me descuidé con una cincha colgando con la que amarro la mochila trasera. Al reemprender la marcha con prisa, después del último atolladero para huir del infierno de mosquitos, se ha enredado en el plato de la transmisión.
Esto me sucede a escasos veinticinco metros de una casa. Decido desmontar la rueda e intentar solucionar solo mi problema. A lo lejos veo un chico joven, nos saludamos levantando el brazo, pero no se acerca. Consigo arreglarlo y me acerco a la casa a curiosear.

JARED Y SU MUJER.
Sale a recibirme una pareja de unos cincuenta y cinco años. Jared y su mujer. Les cuento mi viaje y que estoy buscando alguna cabaña para esa noche. Me ofrecen su casa. Acepto encantado.
Me dan de cenar pescado con mayonesa casera, ensalada de pepino, zumo de arándanos y patatas cocidas mientras hablamos animadamente. Ella es bioquímica; él trabaja para la comunidad, una especie de alcalde. Me lavarán la ropa y probaré la auténtica sauna finlandesa.
A la mañana siguiente desayunamos juntos, esta vez con aún más confianza y nos contamos muchas más cosas. Cuánta curiosidad mutua por saber del otro se juntó en aquel salón.
Cuando llega el momento de despedirnos, le regalo a Jared una herramienta multiusos que llevaba conmigo los últimos 15 años de viajes. Los finlandeses parece que sí son fríos. Por fuera.
Pero Jared a mí no me engañó. Sé que le gustó mucho el gesto, sus ojos me lo dijeron. Así se lo dije yo, y él sonrió levemente incómodo. El abrazo que me dio entonces no lo pudo ni lo quiso ocultar. Aquí las temperaturas de nuestras emociones ya estaban igualadas.
Cerca de Helsinki, el viaje va tocando a su fin. Noto como me relajo, de cuerpo y de mente.
Desde que empecé el viaje tenía pendiente un encuentro con un motero valenciano, Fernando Gost “Motercode”, que iniciaba por esas fechas una ruta muy parecida a la mía. Le fui pasando información a lo largo de mi viaje y nuestras rutas nos hicieron coincidir en un pueblito a un par de horas de Helsinki. Me propuse encontrar con tiempo una buena cabaña porque además coincidía con la noche de San Juan. Visité tres o cuatro haciendo el casting de exteriores para nuestra superproducción. Finalmente la encontré. Era perfecta: a orillas de un río, con espacio suficiente para plantar las dos tiendas y así evitar a los chupasangres; con leña de sobra, a cinco minutos caminando de un lago apto para el baño y con una sauna gratuita para visitantes. Allí esperé a Fernando durante un día entero.

LOS TRES MOSQUETEROS. 2
Cuando llegó, parecía que nos conocíamos de toda la vida. Como anfitrión que era le acomodé. Nadamos en el lago y tomamos el Sol. Fuimos a comprar comida y bebida a un supermercado que estaba a ocho kilómetros en Janakkala para nuestra fiesta vikinga. Hicimos fuego, cocinamos, bebimos y reímos; compartimos un tiempo de calidad y los dos ganamos un amigo.
Llegó el momento de despedirse, él hacia el norte y yo hacia el sur, a Helsinki, donde embarcaría en un ferry que en unas 30 horas me llevó a Tramebunde, Alemania. Dormí allí en casa de otro compañero motero, Borgutt, que a la mañana siguiente me acercó a Hamburgo donde meto a Saltamontes en una furgoneta. Yo cogeré un avión de vuelta a casa; no me veía recorriendo los últimos dos mil kilómetros por asfalto, de ninguna manera, no entraba en mis planes, no estaba mentalizado para el alquitrán, y para seguir por pistas al tran tran ya no me quedaba suficiente tiempo.
En Hamburgo me reencontré con Martín, Ángel y sus parejas, compañeros madrileños que conocí en Cabo Norte. Habían recorrido la ruta clásica en moto desde Hamburgo. Comimos juntos. Compartimos el mismo transporte para las motocicletas, algo, como todo, que surgió en el mismo camino, sin planificarlo.
No tenía ni idea que volvería en avión al salir de casa. Si lo hubiera planificado no hubiera podido salir mejor.
Con una escala de cuatro horas en Palma de Mallorca que me permitió dar un paseo y darme el único atracón de comida en dos meses, el viaje tocó a su fin en el momento en que llegué a casa y me reencontré con los míos.
El primer objetivo del viaje conseguido.

Texto, fotos y vídeo: León Bocanegra

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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