Homenaje a Pedro Sancho Mañanet

Voy a recordar durante mucho tiempo aquellas imágenes de Nepal. Montañas sagradas, cielos intensos, copiosas nevadas, ríos de gélidas aguas… Posiblemente sean las fotografías más bellas que he visto en mucho tiempo, sueños encapsulados en JPG. Tan evocadoras que nos hacían pensar que estábamos con Pedro.

Al otro lado del mundo vivimos colapsados por el coronavirus. Nuestra cotidianidad, tal como la conocíamos, se desmorona a la velocidad del rayo. Pero allí, en el reino de las montañas, la luz continuaba resplandeciendo. Bajo los gigantescos picos del Himalaya, los limpios haces de sol bañan de pureza el cañón del río Kali Gandaki, como desde hace milenios.

En abril de 2015, hace ahora 5 años, el país tembló como nunca antes desde 1934. Más de 9.000 personas desaparecieron bajo la furia de la Tierra. Esta vez el cielo de Nepal era amable, dulce, luminoso.

El pequeño Tibet y sus profundos valles descubren la inmensidad del Dhaulagiri. Los Annapurna miran de reojo. El Machapuchare, que acaricia los 7.000 metros, se eleva sobre el grupo, incólume e inmenso con su doble cumbre, como una sirena que asoma su cola al dios que le da protección. Unos densos copos hacen acto de presencia. La carretera desaparece, se diluye, como una vía de escalada en mitad de la niebla. Y todo se inunda de una luz cegadora. Es un desvanecimiento donde todo se concentra a la vez, con dureza.

No puedo quitarme de la mente las preciosas diapositivas de Pedro: esa luz virginal, su pulgar arriba, la amistad, las esculturas de Buda, su última foto junto a dos niños nepalíes, las pequeñas Royal Enfield cubiertas de un manto blanco, la gran bóveda azulada suspendida en la altura, profunda como un océano…. Pero ahora, un casco descansa para siempre en el lago Phewa, a los pies de Pokhara.

Continúa nevando en el Himalaya. Bajo el silencio de la luz que todo lo inunda. Fundido a blanco.

                              En memoria de Pedro Sancho Mañanet.

Quique Arenas.-