MOTOVIAJEROS.ES
Las 5 penínsulas de Irlanda en moto Las 5 penínsulas de Irlanda en moto
Un país que no defrauda… ¿Estáis de acuerdo en que habría que desterrar esta coletilla, por cansina y gastadísima? Y si por casualidad aún... Las 5 penínsulas de Irlanda en moto

Irlanda en moto.

Un país que no defrauda… ¿Estáis de acuerdo en que habría que desterrar esta coletilla, por cansina y gastadísima? Y si por casualidad aún no os habéis hartado de ella, dinamitadla igualmente por hueca, subjetiva y sin rigor, ya que cualquier lugar del mundo puede no defraudar o extasiar o asquear o dar miedo según a quien le preguntes… Pero si tuviera que hacer una excepción, sin duda me arriesgaría con Irlanda, fiel cumplidora de las expectativas creadas: paisajes abruptos, una paleta de veinte tonos de verde, esa cultura de pub y la cerveza negra de ya sabes qué marca…

Por supuesto, hay otra Irlanda más allá de la que venden en las tiendas de souvenirs: la Poblacht na hÉireann (“República de Irlanda” en gaélico), camina libre desde hace cien años, tras una traumática separación del imperio británico que todavía hoy sangra. Padeció la tragedia humanitaria más terrible del siglo XIX, y fue machacada como pocos (y posteriormente resucitó como nadie) por la crisis económica de 2007. Con estos apuntes no pretendo amargar el dulce al visitante, sino todo lo contrario, ensalzar aún más un pueblo que, habiendo encajado tremendas ostias sociales, siempre tienen un “hello, can I help you?” para el desconocido: ese es precisamente el mejor gancho de la isla, ir allí sin haber planificado nada, y volver a casa habiendo visto de más o de menos, pero con la inexplicable sensación de haber estado muy a gusto.

Irlanda en moto

Esta crónica se centra en las cinco penínsulas del suroeste. Son como cinco dedos que se estiran para intentar tocar el continente americano, y de hecho es la parte europea más próxima a él. Cada una de estas cinco penínsulas tiene su personalidad, desde la más abiertamente turística a la más tradicional, pequeño microcosmos que concentra la esencia de todo un país.

Las 5 penínsulas de Irlanda en moto.

La península más septentrional del quinteto es la de Dingle, pequeño menú-degustación del potencial paisajístico irlandés: acantilados, playas, villas coloridas y montañas. En la playa de Inch, preciosa pero desierta a causa de un clima demasiado frío para el gusto mediterráneo, se han rodado películas como “Excalibur”, “un horizonte muy lejano”, y la más recordada de todas, “la hija de Ryan”. En la “nariz” de la península está el cabo continental más al Oeste del país, aunque multitud de islas llevan ese límite aún más allá… Todas las carreteras de la isla son estrechas, y si a ello le sumamos que se conduce por el carril “equivocado”, es obligatorio llevar siempre la guardia alta, porque los irlandeses son gente cívica en la carretera, pero no pongáis la mano en el fuego por todos ellos.

La ciudad “capital” de la península es Dingle, con una animada vida de comercios y pubs; uno de ellos, Foxy John’s, es a la vez una ferretería (¿¿??), aunque nuestra elección para aquella velada fue the Dingle Pub, ya que aquella noche contaban con el bailarín de danza irlandesa David Geaney. Muchos de los parroquianos son turistas estadounidenses, que son legión aquí y en todas partes porque muchos ellos tienen raíces en Irlanda: la migración motivada por la devastadora hambruna del siglo XIX tuvo mucho que ver, más adelante me explayaré sobre esto.

En el puerto de Dingle es posible contratar una excursión en barco para saludar al habitante más popular de la península: el delfín Fungie, que en 1983 apareció en la bahía, y se hizo rápidamente popular por su predisposición a “jugar” con las embarcaciones. Es inconfundible por sus características manchas en el lomo, y si en alguna de las excursiones no se avista a Fungie, el patrón no te cobra.

Conor pass.

En Dingle también parte la carretera al Conor Pass, prohibida para los vehículos voluminosos, y que con sólo 456 metros sobre el nivel del mar es la altura máxima del país. En la coronación del Conor se pueden contemplar unas vistas preciosas hacia el norte de la península, y también diversos lagos glaciares. Quien camine hasta la cima del monte Brandon (952 msnm), tendrá definitivamente a sus pies esta porción de mundo.

En Tralee, otra ciudad de servicios, hay un molino de viento visitable y, anexado a él, un pequeño museo de maquetas ferroviarias donde lo más importante fue la apasionada conversación de flipados por el tema que mantuve con el joven empleado que atendía la exposición.

Aunque todavía no lo sabíamos, la de Dingle acabó siendo la península que ofreció el mayor espectáculo con la mínima intrusión turística: una temeraria afirmación de la revista National Geographic afirma que Dingle es “el rincón más bonito del planeta”.

El viaje continúa por la península de Iveragh: la más grande, la que alberga la montaña más alta (Carrauntoohil, 1039 msnm), y sobre todo la más turísticamente explotada gracias al ring of Kerry, recorrido circular que abarca algunos de los paisajes más icónicos del país. Como las carreteras del ring son estrechas, los numerosos autocares turísticos están obligados a transitar en sentido antihorario, así que lo recomendable es ir precisamente al revés, para no morir de pena detrás de un coach imposible de adelantar. La ciudad de referencia, y base de los operadores turísticos, es Killarney; pequeña, pero abiertamente abocada al turismo, esta villa es un buen lugar para repetir un par de días sin moverse.

El Atlántico, siempre presente.

Junto a Killarney, el parque nacional del mismo nombre ofrece estirar las piernas para digerir el “irish breakfast” matinal; dentro de sus once mil hectáreas hay curiosidades como la abadía en ruinas de Muckross, el castillo de Ross o el lago Lough, todos ellos rodeados por el mayor bosque de robles de Irlanda. Y si te entra la pereza, unos carros tirados por caballos aliviarán tus piernas, al precio de ser uno más en el detestable club de los turistas ortodoxos.

Ya en el anillo de Kerry, que por cierto se rodea en 179 kilómetros, la carretera atraviesa Waterville, localidad para muchos conocida por sus campos de golf, pero también por ser el refugio estival de Charles Chaplin allá por la década de los sesenta: nunca fallaba reservando habitación en el hotel Butler Arms. Una estatua de bronce en el paseo marítimo y un festival anual de cine cómico mantienen vivo el recuerdo del actor británico.

Más adelante, los acantilados de Kerry merecen el dinero que dejas en caja (el camino del mirador es de pago), y además permite –con permiso de las nubes- la observación de las islas Skellig, farallón de rocas verticales que alberga el monasterio más remoto de Irlanda; el promontorio más elevado es Skellig Michael, hermanado en nombre, forma y espectacularidad con su homónimo francés, el Mount Saint-Michel. Escenario de las dos últimas películas de la saga Star Wars, este solitario peñasco está viviendo tiempos de interés acrecentado, y los barcos que zarpan hacia allí suelen ir completos.

Islas skellig.

Algo más al norte, la isla de Valentia está tan próxima al continente, que en uno de sus extremos construyeron un puente para enlazarla con Portmagee; en el otro lado, es posible volver a tierra con un pequeño ferry-lanzadera, y así evitar deshacer camino. Valentia mide 11 kilómetros de longitud, y sólo tiene un mínimo pueblo (Knighstown), que sin embargo tiene el honor de ser el lugar habitado más occidental de Europa. Hasta Valentia también llegó, en 1866, el primer cable submarino que conectaba con el continente americano, y que facilitó por vez primera la inmediatez de las comunicaciones entre dos mundos separados por un inacabable océano que era necesario navegar para llevar las noticias. El mencionado cable estuvo dando servicio exactamente cien años, hasta 1966.

Antes de abandonar la península de Iveragh, es imprescindible recorrer el “Gap of Dunloe”, carretera que bordea el parque nacional de Killarney, y muy probablemente uno de los mejores recuerdos que el viajero se llevará de esta parte de Irlanda; tiene unos 20 kilómetros deliciosamente retorcidos, y atraviesa Macgillycuddy’s Reeks, la cadena montañosa más alta del país. A partir del pub de Kate Kearney –donde según dicen, antaño se servía un whisky casero tan delicioso como ilegal-, la carretera se estrecha al máximo y se atiborra de coches de caballos, ciclistas y excursionistas a pie: todos ellos han conseguido que, en una carretera asfaltada, sobren precisamente los automóviles.

Gap of dunloe.

Kenmare es otra de esas ciudades-bisagra estratégicamente ubicada entre dos penínsulas; presenta fachadas de vivos colores, y ciertamente podría visitarse sin bajar de la moto, pero el contraste cromático y su animada vida comercial casi obligan a parar ni que sea para observarlo todo más detenidamente. Kenmare fue una de las pocas localidades urbanísticamente planificadas desde cero, formando sus dos avenidas una gran “X” que converge en las esquinas de Main Street y Henry Street.

La península de Beara también tiene su propio “ring”, menor en todos los aspectos respecto a su homónimo de Kerry, pero también menos husmeado por los turistas, lo que inclina la balanza a su favor hasta el punto de hacerte dudar sobre con cuál de los dos anillos te quedarías.

Eyeries es un pueblo sin circunvalación que asalta al viajero sin aviso previo con una sucesión de casitas alineadas, a cual más coloreada. Es uno de esos rincones “secretos” del país, muy retratado por las guías de turismo, y sin embargo poco conocido. Ha sido escenario recurrente para grabar spots publicitarios, series o películas como Purple Taxi, protagonizada por Fred Astaire y Charlotte Rampling en 1971.

Eyeries.

Pocos kilómetros más allá vuelven los acantilados, y también las cicatrices de antiguas explotaciones de cobre agotadas desde hace décadas, y cuya historia se explica en el museo minero de Allihies, pueblo muy animado mientras hubo actividad en las minas, pero que actualmente irradia sensación de desamparo y melancolía, como si fuera una canción de Duncan Dhu.

Para llegar al extremo de la península, hay que tomar una carretera de ida y vuelta flanqueada por verdes prados y ovejas irlandesas mil veces caricaturizadas por su pinta de cómic: cuerpo redondeado por la lana, patitas de alambre y cráneo negro. La carretera muere junto al vetusto (y único del país) teleférico que une Beara con la pequeña isla de Dursey; aunque en verano es sobre todo una atracción turística, el resto del año funciona para dar servicio a los escasos habitantes de la isla. Al pie del teleférico hay una curiosa señal que marca la distancia a Nueva York y Moscú; la isla Dursey está más o menos a medio camino de esos dos mundos.

Castletownbere es un buen lugar para pernoctar en alguno de sus muchos B&B, opción preferible a los hoteles no ya por economía, sino por la amabilidad de sus propietarios, generalmente encantados de echar un cable para que conozcas mejor su país.

Castletownbere.

Volviendo a Castletownbere, tiene un puerto pesquero y una lonja donde una vez al mes hay subasta de pescado… Pero lo que más atrae al público hasta aquí (especialmente ingleses freaks), es el pub MacCarthy’s, abierto desde 1860, y que ha ido traspasándose de generación en generación hasta nuestros días, en que la regencia se deposita en las hermanas Adrienne y Niki MacCarthy -bisnietas del fundador-. En su interior, hay expuesta una espada samurái, traída como recuerdo por el padre de las hermanas MacCarthy, apresado por los japoneses mientras combatía con el Ejército Británico durante la II Guerra Mundial, superviviente de la bomba atómica de Nagasaki (estaba allí recluido), y nuevamente salvado de chiripa cuando el “fuego amigo” americano torpedeó el barco de prisioneros en el que precisamente estaba siendo evacuado. El escritor británico Pete McCarthy se retrató ante su puerta por la gracia del apellido coincidente, y utilizó la imagen como portada de un libro muy vendido en Gran Bretaña: A Journey of Discovery in Ireland, de ahí el peregrinaje británico hasta este pub.

Nadie debería abandonar la península de Beara sin haber recorrido el Healy Pass: son sólo catorce kilómetros, pero su recorrido estrecho, retorcido y con vistas abiertas a las montañas de Caha procuran una imagen de esa Irlanda ancestral, solitaria e intolerablemente bella. Los orígenes de esta carretera hay que buscarlos en la hambruna del siglo XIX (que menciono por segunda vez, y prometo que en pocas líneas me ocuparé de ello), y que pretendía abrir nuevos caminos para aliviar el aislamiento de una población que literalmente se moría de hambre. En abril de 1931, fue rebautizada con el nombre del primer gobernador general de la Irlanda independiente, Timothy Michael Healy, que por aquellas fechas acababa de fallecer. La cima del paso Healy divide los condados de Cork y Kerry, y cuando las comitivas funerarias debían trasladar los fallecidos de un condado a otro, hacían “intercambio de ataúdes” en la cima.

Priests leap.

La coqueta y multicolorida villa de Glengarriff indica la salida de la península de Beara. Siguiendo hacia el sur, y antes de llegar a la siguiente península, hay un reto para fans de lugares poco accesibles: la ruta de priest’s leap (el salto del cura), estrechísima pista asfaltada que nadie osa –ni debe- llamar “carretera”, y que une Glengarriff con Bantry tomando distancia con la costa; son pocos kilómetros, pero se hacen eternos a causa de las tremendas rampas, ausencia de arcenes, y un suelo salpicado de grava y hierba que crece entre las resquebrajaduras del asfalto. El premio a recoger en la coronación es una espléndida panorámica hacia la bahía de Bantry.

La última península de esta crónica es la de Mizen Head, cuyo extremo ha sido generalmente reconocido como el punto más suroccidental de Irlanda, pese a que los mapas de geografía lo desmienten en favor del vecino cabo Brow. Al igual que la vecina Sheep’s Head, toda la península es un bucólico rincón de tranquilidad, y hay que desplazarse hasta Schull para encontrar cierto movimiento comercial; esta localidad fue el último refugio del cantante Colin Vearncombe, alias “Black”, antes de que un accidente de tráfico se lo llevara al mundo de los mitos en 2016: Wonderful Life no fue la única pieza que compuso, pero sí la que le catapultó a la fama, y aun hoy se sigue pinchando en esas radiofórmulas que buscan la complicidad de cuarentones y cincuentones.

En la cercana villa de Goleen vivió Tom Barry, un hombre que nació en 1896 y murió en 2003, viviendo por tanto en tres siglos.

Mizen Head.

En la punta de la península, está el cabo de Mizen Head, de acceso tarificado (en Irlanda se abusa de los tornos pay per view). En el extremo de Mizen Head, hay un islote al que se accede gracias a un puente de vértigo, y sobre el que reposa la antigua estación de radio que guió la navegación marítima desde 1909 hasta pocos años antes de acabar el siglo XX. Desde aquí se enviaron, en 1913, los últimos mensajes de alerta que el malogrado transatlántico Lusitania recibió antes de ser torpedeado, y también fue la estación utilizada por Guillermo Marconi para perfeccionar sus novedosos (y revolucionarios) radiotelégrafos sin hilos. Sin salir de Mizen Head, diversos senderos asoman a otros tantos miradores desde los que contemplan los farallones verticales del cabo, pescadores faenando, con un poco de suerte delfines, y allá a lo lejos, el faro de Fastnet Rock: el más alto, expuesto e inaccesible del país, ya que está emplazado en un pequeño islote a 13 kilómetros del continente. Este faro también se conoce como la “lágrima de Irlanda”, ya que es la última porción de tierra que veían los emigrantes. La última foto del Titanic se tomó desde Fastnet Rock.

A punto de dejar atrás la península de Mizen Head, sería injusto dejar de mencionar la villa de Skibbereen, geográficamente en el límite entre la península y la tierra firme, y que en el siglo XIX fue tristemente famosa por ser el lugar más afectado por la “gran hambruna irlandesa”, la peor catástrofe humanitaria vista durante aquel siglo.

Curiosidades en la ruta.

En 1845, Irlanda no era país soberano, sino un territorio pobre de solemnidad conquistado por el imperio británico, y que subsistía gracias al cultivo de la patata: sola, o acompañada de arenques o verdura, las patatas garantizaban un alimento sólido y con pocas vitaminas, pero suficiente para calmar el hambre.

A partir de la década de 1840, la llamada plaga de la patata arrasó todas las cosechas durante varios años, privando a la población de su alimento principal; un millón de personas murieron de hambre, y otro millón y medio emigraron a América entre 1845 y 1851. En 1847, el ilustrador James Mahoney escribió y explicó el panorama dantesco que se encontró en Skibbereen, con centenares de cadáveres abandonados en las calles, que posteriormente eran sepultados en fosas comunes -todavía hoy visitables en el cementerio de Chapel Lane-, porque sus familias no podían pagar el entierro. La gran hambruna supuso un punto de inflexión para las relaciones entre irlandeses y británicos, incrementando un recelo que ni la independencia del país en 1921 logró atemperar: quien visite Irlanda del Norte, entenderá esto perfectamente. También fue el inicio del éxodo irlandés hacia la costa Este americana, donde al principio fueron recibidos con desprecio… pero no se morían de hambre. El “efecto llamada” iniciado en el siglo XIX no dejó de nutrir a los Estados Unidos de nuevas hornadas de irlandeses, incluyendo buena parte del clan Kennedy, los Reagan, Henry Ford, William Penn (creador del estado de Pennsilvania), y buena parte del Departamento de Policía de Nueva York.

Irlanda en moto.

Muchos de los pasajeros de tercera clase que zarparon en el “Titanic” también eran migrantes irlandeses: el cercano puerto de Cork fue la última escala del transatlántico antes de lanzarse a su accidentada travesía, con el final sobradamente conocido por todos.

Aún más dramática por las circunstancias, igualmente funesta por su mortandad e inexplicablemente más anónima fue la tragedia del Lusitania, otro barco de dimensiones similares al Titanic, y que también acabó en el fondo del mar sin que ninguna superproducción de Hollywood se haya interesado hasta el momento para reflotar su recuerdo…

Kinsale es una agradable ciudad turística situada a 65 kilómetros de Skibbereen, a tiro de piedra de Cork. Es otro de esos lugares en los que retratar casitas de colores, observar barcos en su puerto natural y, en definitiva, disfrutar de un sitio con tranquilo aire marinero, sin el bullicio de la cosmopolita Cork. Su puerto (que sale al Atlántico por la desembocadura del río Brandon) es recogido, y acoge sobre todo embarcaciones de recreo, aunque en Irlanda no parece existir un solo puerto sin barcos de pesca. Ya en aguas abiertas, la tierra firme parapeta al navegante hasta el cabo de Old Head, y pocas millas más allá, a 90 metros de profundidad, descansan los restos del RMS Lusitania, transatlántico que cubría la ruta Nueva York-Liverpool, y que fue torpedeado por un submarino alemán el 7 de mayo de 1915, dentro de las hostilidades de la I Guerra Mundial. Tras el impacto del torpedo, y de manera casi simultánea, una fortísima explosión desgarró al Lusitania y lo llevó a pique en sólo 18 minutos, muriendo 1198 de los 1959 pasajeros. Aún hoy es motivo de debate el origen de aquella gran explosión, y no son pocos los que abonan la posibilidad de que las bodegas estuvieran repletas de munición americana con destino a sus aliados ingleses, pese a estar teóricamente prohibido el transporte de material bélico en barcos civiles. Este hundimiento alimentó la hostilidad contra Alemania (nunca antes se había llevado un ataque indiscriminado contra la población civil), y la entrada en el conflicto de los Estados Unidos.

Las 5 penínsulas de Irlanda en moto.

En Kinsale están enterradas buena parte de las víctimas del Lusitania, y también está expuesto uno de los soportes-grúa de los botes salvavidas; desde entonces, y pese a la poca profundidad donde se halla el pecio, no ha habido mucho interés por recuperar más elementos, con la excepción de dos de las tres hélices -expuestas en Liverpool-, algún ojo de buey y poca cosa más. Actualmente, las fuertes corrientes están degradando el Lusitania a marchas forzadas, siendo hoy poco más que un amasijo de chatarra desfigurada, con algunas redes de pesca enganchadas y, lo más peligroso, cargas submarinas sin detonar a su alrededor.

Cierro esta crónica pidiendo disculpas si alguien esperaba un relato desenfadado sobre un viaje de turismo, y ha tenido que bregar con catástrofes por mar y aire, bombas atómicas y pandemias alimentarias: no me hagas mucho caso, y visita Irlanda, como decía al principio, es “un país que no defrauda”.

Texto y fotos: Manel Kaizen.-

Compartir

Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

  • Paco Martinez

    6 abril, 2020 #1 Author

    Hola en este confinamiento me acabo de leer tu libro amazingh interesante y emocionante relato
    Saludos

    Responder

    • Quique Arenas

      8 abril, 2020 #2 Author

      Muchísimas gracias, un abrazo y nos vemos… quién sabe, tal vez por el Sahara! 🙂

      Responder

  • alfonsocalzado

    28 marzo, 2021 #3 Author

    muy interesante la info de Irlanda, me voy en 1 semana y estare dos meses por ahi¡¡¡

    Responder

Deja un comentario

CLOSE
CLOSE