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Rodando voy… ¡hasta el Sahara en Vespa! Rodando voy… ¡hasta el Sahara en Vespa!
Eran las 7:30 de la mañana del 14 de noviembre, el sol comenzaba a dar los primeros tintes del crepúsculo y el termómetro marcaba... Rodando voy… ¡hasta el Sahara en Vespa!

Hasta el Sahara en Vespa.

Eran las 7:30 de la mañana del 14 de noviembre, el sol comenzaba a dar los primeros tintes del crepúsculo y el termómetro marcaba cero grados en Madrid. Estaba terminando de acomodar el equipaje en la moto sin saber cuál era la mejor manera de colocarlo, cosa que la rutina se encargaría de hacerlo con los días.
La moto que busqué para este viaje fue una clásica vespa NK primavera 125, del año 82, con un motor de 2 tiempos, 1 CV de potencia y 4 velocidades en el manillar izquierdo. Me propuse como destino la ciudad de Fez (Marruecos) a 1.200 kilómetros de la capital española, y una vez allí decidir si seguir hasta Merzouga, un pequeño poblado en el desierto del Sahara, a 30 kilómetros de la frontera con Argelia, y puerta de entrada a Erg Chebbi, una enorme expansión de dunas. Un buen desafío para hacerlo en esta Vespa a la que bauticé como “Arrabalera del Sur”.


Una vez ubicado el equipaje sólo quedaba subirme a la moto y salir de Madrid hacia el sur por M30 y A42.
Llevo algunas herramientas básicas, una mochila con la cámara de fotos, cables, accesorios y baterías. Otra mochila con ropa, abrigo, y dos litros de aceite para mezclar con la gasolina. Uno a cada lado de la maltrecha mochila que ya va por el tercer viaje.

Arrabalera del Sur
En el 2012 me llevé la mochila de viaje desde Argentina a Venezuela, recorriendo más de 20.000 kilómetros en moto. En el 2015 la llené con ropa y me la lleve a recorrer India y Nepal, también en moto, esta vez los 8 mil kilómetros de viaje la dejaron casi para la basura, sin embargo me sirvió más tarde para mudarme a Madrid. Quedó tirada en un armario y nunca me deshice de ella, hasta que arme éste viaje y pensé que uno más aguantaría, el último.
Le busqué un lugar entre los apoya pies de la moto para su última aventura, colgué la otra mochila en el manillar y guarde las herramientas en un pequeño cajón lateral de la moto y me fui.
Salí cómo dije antes por M30 y A4 a Granada, 420 kilómetros desde Madrid. Las primeras horas fueron difíciles, todo el primer día lo fue. En un principio llegué a dudar si era posible llegar a Granada.
A los 70 kilómetros, solo una hora de viaje, tuve que detenerme porque no aguantaba el frío, tenía los dedos de los pIes y de las manos helados y me dolían.
Era el día más largo que había planificado y el más difícil. La época del año no era la adecuada, quedaba poco más de un mes para empezar el invierno y viajar a 70 km/h requería mucha constancia, cosa que el frío me impedía tener.
Repuse los dedos de mis pies y manos con los primeros rayos de sol y la ayuda de un café, entonces volví a subirme a la moto. Sobre el mediodía la temperatura rozaba los 10 grados por lo que durante apenas un par de horas fue algo más fácil conducir, luego el cielo se cubrió de nubes y el viento comenzó a soplar sobre la llanura de Castilla-La Mancha. Al menos no llovió.
No había tregua, era un bautizo de fuego helado y húmedo para mi primer día de viaje, la aventura había comenzado desde el kilómetro uno.
Ocho horas y media me llevó recorrer los 420 kilómetros hasta Granada, cansado y calado hasta los huesos busqué dónde dormir, me duché y salí a beber unas cervezas entre las calles bohemias, turísticas, universitarias y multiculturales de la ciudad andaluza. El esfuerzo lo merecía.
A la mañana siguiente decidí salir una hora más tarde que el día anterior. A las 9 el sol ya resplandecía tímidamente en el horizonte, la temperatura aumentaba y aunque no superaba los 10 grados no se comparaba a la mañana anterior, que fue de cero grados.

Esperando el ferry para cruzar el estrecho de Gibraltar hacia Ceuta
Tomé la AP7, mi idea en un principio era llegar a Tarifa y cruzar en el ferry a Tánger, pero por el camino cambié de idea, entraría al continente africano por Ceuta desde Algeciras. 250 kilómetros hasta llegar a la ciudad portuaria, por el camino las paradas habituales para cargar gasolina, desayunar, y contemplar los paisajes de la Costa del Sol en armonía con el aire ahora más cálido.
Había varias navieras que cruzan el estrecho, yo elegí la más barata, subí la moto al ferry y después de una hora estaba desembarcando en Ceuta. Conocida como “La perla del Mediterráneo”, la ciudad de Ceuta, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar, ocupa un territorio de 19 km2 con más de 80.000 habitantes. Era para mí la puerta de entrada a Marruecos.
La frontera de Tarajal es de las que más tránsito vehicular registra dentro de la Unión Europea, sin embargo para mí suerte no era uno de esos días, y después de media hora de trámites de aduana ya estaba rodando por rutas marroquíes hacia Tetuán. Mi tiempo en Tetuán fue solo para entrar hasta el corazón de la ciudad, perderme por los callejones de su medina y tomarme un té frente al palacio real, acribillado a fotos por turistas orientales y locales.
Saliendo de la ciudad el buen asfalto desaparece, los primeros desniveles y algunas curvas desafían a las pequeñas ruedas de la vespa. Las autopistas me aburren, los autos y camiones apurando mi andar me agobian, en cambio esto me empezaba a divertir, algo más de acción en la conducción.

Callejuelas de Chauoen.
Tras recorrer casi 70 kilómetros llegué a Chefchauen, donde me quedé unos días. Esta ciudad de casas y callejones pintados de diferentes tonalidades azules se encuentra en las montañas del Rif, una cadena montañosa que no es de gran elevación, su pico más alto alcanza una altura de 2450 m. La ciudad de Chefchauen se sitúa a 564 msnm y su población es de más de 40.000 habitantes. Su casco antiguo concentra la mayor acogida del turismo. Entre sus callejuelas empedradas se disponen la mayoría de los alojamientos, restaurante y marroquinerías.
El punto más importante es la plaza principal de Uta el Hamman. A sus alrededores se encuentra la kasbah, a la que se puede ingresar por 10 dirhams (1 euro) Entre sus murallas se puede ver un jardín con un estanque central, también el antiguo palacio, las celdas de prisioneros y sus torres, desde donde se puede observar como el azul de las casas se extiende por la montaña hasta casi llegar a los picos que se yerguen sobre la ciudad.
En la plaza principal también se encuentra la Gran Mezquita, del siglo XIV, de la cual destaca su minarete octogonal. Lo mejor de Chaouen es perderse entre sus callejuelas y descubrir sus rincones, tiendas de artesanías y pequeños restaurantes, que aparecen en los recovecos menos pensados.
A los alrededores de Chouen es interesante visitar unas cataratas que están a unos 25 kilómetros, pero se necesita dedicar un día entero para verlas, ya para es necesario hacer una caminata de unas 4 horas. Chefchauen es un muy bonita para visitar aunque el turismo y lo que genera le roben parte de su encanto. Con ganas ya de seguir viajando puse rumbo a Fez. Una de las cuatro ciudades imperiales de Marruecos, junto con Marrakech, Meknes y Rabat, me esperaba.
Con un clima agradable y el viento soplando a mi favor fui atravesando pequeñas poblaciones, el perfume de los olivares sobre las plantaciones inundaba el camino que se abría paso en el paisaje que se volvía cada vez más árido.

Recorriendo la ciudad de Fez
Los 200 kilómetros hasta llegar a la ciudad de Fez fueron tranquilos, agradables, a la velocidad de 70 km/h que me otorgaba ese pequeño gran motor, aunque la sensación fuera el doble al ir a ras del suelo. Pero lo cierto es que recorría 50 km cada hora, era el promedio que arrojaba al final del día, día tras día. Si lo pensaba mucho era de locos, mejor era disfrutar de ese lento andar cargado de intensidad, de horas que solo eran para descubrir y viajar, para escuchar el sonido de las risas de la gente local, de embriagarse de saludos al llegar y al marchar, de todo aquel arrabal que me bañaba al pasar, de afirmar con certeza que la pequeña arrabalera podía llegar hasta Fez y también más allá.
La llegada a la tercera ciudad más importante de este exótico país desataba mi alegría.
Esta ciudad imperial considerada centro religioso y cultural de Marruecos posee la medina más antigua, que data del siglo VIII. La Medina Fez el-Bali es un laberinto de 9.000 callejones en los que es muy fácil perderse y en los que hay nada más y nada menos que 300 barrios entre sus muros.
Después de saber todo esto entendí la obviedad de las horas que me llevó encontrar el hostal que había reservado dentro de las murallas de esta ajetreada Medina.
Disfrute de un té en cuanto descargué la moto, (incorporé rápido esta costumbre en mis días) y acepté la sugerencia de reservar un guía para el día siguiente. Era la mejor manera de ver y entender esta ciudad. Pero todavía quedaba la tarde y la noche de este final de día, así que salí a perderme en el laberinto fezi.

Medina Fez el-Bali
Me encontré con infinidad de mercados (zocos) y artesanías, con olores intensos que se impregnaron en mi ropa volviéndose el perfume de mis días, con un frenesí de sonidos retumbando entre las callejuelas, familias paseando, niños jugando, puestos de comidas humeantes, actividad incesante. Algunos visitantes suelen decir que estos lugares son cómo volver a otra época, pero a pesar de sus 1.200 años, su autenticidad y realidad es tan contemporánea como mágica, tan mágica cómo su gente y sus costumbres, como su arte y sus vestimentas, como lo es todo lo que me rodea bajo las estrellas en la noche de Fez.
A la mañana siguiente salí con el guía a recorrer la zona más grande del mundo sin tráfico de coches. Paseando entre sus calles pude conocer la universidad más antigua del mundo, numerosas medersas (escuelas coránicas) como Chahrij Bouinania, también la mezquita Karaouine, la segunda más grande de Marruecos, en la que pueden rezar hasta 20.000 fieles. Su minarete data del año 956 y es el monumento más antiguo de Fez. Solo los musulmanes pueden acceder a ella, por lo que solo puede verla desde fuera.
En el corazón de la ciudad también está la mezquita Mausoleo de Moulay Idriss, fundador de Fez.
Visité alguna de las tantas farmacias bereber, la curtiduría con su olor penetrante y sus cubas de tintes de colores y pieles por doquier secándose al sol, también algunos talleres de artesanías en tela.
Después del tour guiado de unas 4 horas me senté a disfrutar de un tajin, plato típico marroquí que se prepara sobre un recipiente de barro poco profundo con tapa cónica: se colocan los alimentos dentro, se condimentan con diversas especias y se cocinan. Existen diversas variedades de tajines: pollo, ternera, verduras, cordero, etc.. Después de reponer energías con uno de verduras que estaba exquisito volví al hostal, busqué la moto y salí a recorrer la ciudad nueva. Muy opuesta a la vida entre las murallas antiguas.
Una ciudad moderna de anchas avenida, tiendas, bancos y hoteles de lujo, centro comerciales, restaurante y un tráfico vehicular intenso. Me sorprendió cómo puede cambiar tanto una ciudad apenas en unos kilómetros. Decidí quedarme un día más en Fez.

Ruta 503 a Midelt: hasta el Sahara en Vespa.
Motivado por conocerla más y con la jactancia de no haberme perdido en la laberíntica medina de Fez el Bali, salí en busca de más rincones. Sin embargo ese día la jactancia y la orientación se desplomaron al girar en un callejón, todo se volvió igual y el tiempo fue arena cayendo en el reloj inquietando mis pasos atrapados en un círculo de callejones de los que no podía salir, hasta que al fin con ayuda de los locales pude hacerlo. Era el típico turista perdido, pero con la sonrisa ancha.
Llegar a Fez fue la primera y principal idea, pero todo iba bien, estaba con las mejores sensaciones del viaje y la moto no había tenido ningún problema. Pensar en volver en esos momentos me dejaría con sabor a poco, entonces me pregunté ¿por qué no llegar a Merzouga?
Eran algo mas de 500 kilómetros hacia el sur. Dos días de viaje. Mi única duda era como se comportaría la vespa en el medio Atlas con sus 3.000 metros de altura. Lo vería in situ.
Puse rumbo a Midelt, una cuidad de 45.000 habitantes y ubicada a 1.500 metros de altura en la región de Draa Tafilatet.
Tomé la ruta R503 al salir de Fez, atravesando Sefrou y otras poblaciones más pequeñas hasta ir quedando en la soledad del paisaje y un camino cada vez con menos asfalto, hasta convertirse en una larga línea de tierra que se estrella en el horizonte.
Midelt está sobre la ruta del desierto, por lo que es una ciudad que sirve de base tanto para ir como para volver de la cordillera del Atlas. Conseguí un hospedaje barato donde dormir, 6 o 7 euros la noche. No tenía nada de comodidades, el baño era precario y la habitación fría, al menos había muchas mantas para taparse, y por un euro más te podías duchar con agua caliente, ¡todo un lujo! Era un hospedaje para eso, dormir y seguir viaje.
Una, dos y hasta tres mantas… Quedé sepultado bajo su peso, hundiéndome inmóvil en la cama. Mañana será otro día, ¡otro día para viajar!
Me desperté con el mismo pensamiento con el que me llevó al sueño: el Atlas. ¿Me costará mucho cruzarlo con esta moto?
El frío arreciaba mientras llenaba el depósito de gasolina, luego abandoné Midelt. La mañana estaba cubierta por las nubes que tomaron el cielo, el viento incordiaba mi andar sobre la lengua de asfalto que se abría entre la aridez del paisaje, un presagio de lluvia se colaba en mis pensamientos mientras las primeras montañas me obligaban al juego de muñeca para subir y bajar marchas. La silueta del Atlas se dibujaba en cada curva a medida que las pequeñas ruedas de la vespa rozaban el límite. El frío aumentaba al igual que la adrenalina y la emoción por mis venas, curva y contra curva, kilómetro a kilómetro me adentraba a la cadena montañas.

Marruecos posee paisajess espectaculares
Me detuve en la inmensidad de su altiplano a tomar un café y calentar mis manos, de a ratos los rayos de sol atravesaban las nubes llegando como un alivio a mi cuerpo tembloroso en la desolada gasolinera. Ya repuesto retomé la marcha, la cordillera del Atlas Medio se caracteriza por grandes paisaje de rocas calcáreas y mesetas volcánicas. Paisajes maravillosos e imponentes que dan conciencia de lo diminuto que somos, de nuestra fragilidad y de nuestro paso fugaz en este andar.
Atravesé la ciudad militarizada de Errachidia (al otro lado del Atlas) La ciudad es la capital de la región de Tafilalet, importante centro administrativo y comercial, destacando también por su universidad.
No tenía noción de la hora, pero entendí que la jornada escolar había terminado. La ciudad estaba llena de estudiantes en bicicleta que tomaron las calles; aparecían cada vez más, inclusive saliendo de la ciudad esta caravana de guardapolvos blanco tenía extensiones kilométricas. Es curioso lo que uno puede entretenerse observándolas mientras se conduce, y la sensación que acapara esta invasión de dos ruedas estudiantiles. Unos volviendo a casa. Otros, por el contrario, yendo a estudiar.
La carretera viaja en la misma dirección en que lo hace el río Ziz, que desaparecerá en el desierto del Sahara, en Argelia.
El paisaje es cada vez más árido, sin embargo detrás de una curva me sorprende un imponente valle de palmeras a mis pies. El Valle del Ziz. Un palmeral que se extiende por kilómetros junto a la huella que deja el río que ha formado un gran cañón. El verde de las palmeras se mezcla con el rojo de la tierra, los vestigios de las kabshas ocres aparecen a ambos lado del camino, todo se funde en armonía con la luz del día bajo un cielo azul radiante y la calidez del aire acariciando mi cara y abrazando mi cuerpo.

Puerta de Risani

Hasta el Sahara en Vespa

Atravesé Erfoud, la ciudad del oasis, seguí por la N13 hasta Rissani. El acceso a la cuidad es a través de la puerta de Rissani. La puerta misma del desierto, la puerta que seduce a los sentidos. Atravesarla es adentrarse en lo remoto y lo mágico.
Una ciudad de leyendas e historias de caravanas, impregnada de colores y olores, que vive del mercado y el turismo que visita el desierto. Su mercado bereber, el de mayor trascendencia del país, abre solo tres días a la semana. En estos tres días se puede observar la esencia de esta ciudad; comercio con animales, artesanías, objetos, especias, frutas y más.
Para conocerlo mejor basta con sentarse a tomar un té y esperar que se acerque un buscavidas a ofrecerse para enseñar los rincones de este mercado a cambio de unas pocas monedas, los buscavidas son quienes mejor conocen los laberintos, que mejor opción?
Solo 40 kilómetros en dirección sureste me separan de Merzouga.
Saliendo de Rissani se extiende una llanura donde la ruta se pierde en el horizonte entre tonos negros y grises de este llamado desierto negro, tonos que irán mezclándose con el dorado de las primeras dunas que asoman a lo lejos. A cada kilómetro voy tomando la verdadera dimensión de estas hermosas formas de arena que dibuja el viento.
Aparecen las primeras casas a los pies de las dunas, luego una bifurcación donde debo ir hacia la izquierda, unos metros más adelante un pequeño cartel que dice CENTRE MERZOUGA.
¡Llegué! ¡Imposible contener la euforia!

Dunas de Erg Chebbi, en el Sahara.
Merzouga es un pequeño pueblo de Erg Chebbi a 30 kilómetros de la frontera con Argelia, algunas dunas de este erg superan los 200 metros de altura convirtiendo el paisaje en algo único. El poblado vive casi en su totalidad del turismo, por lo que está preparado para ello. Me dirigí al Planet Guest House, que por 10 euros la noche ofrece un agradable alojamiento. Su dueño, Mohamed, es un buen anfitrión.
Ya había guardado la moto, el equipaje estaba desparramado por la habitación. Me quité la chaqueta y la dejé en el suelo. Los guantes y el casco en una pequeña mesa. Salí y lo único que había a mi alrededor era arena, dunas en movimiento. Imponentes, desafiantes, misteriosas, exquisitas cada una de ellas. Caminé entre sus figuras e hice equilibrio jugando en sus crestas.
El día llegaba a su fin, único y sutil. Abandoné mis pensamientos y dejé caer mí cuerpo sobre ellas. El silencio del lugar brillaba en mis pupilas y los colores resplandecían en mi sonrisa. Era lo que había ido a buscar, era todo aquello por lo que había viajado. Encontrar lo que quiero me queda lejos, por eso viajo. Viajo porque viajar es estar vivo.
Los siguientes dos días visite unas minas de principios del siglo pasado que eran explotadas por los francés y en la actualidad trabaja gente de la zona bajo condiciones precarias. Fui a un asentamiento nómada donde tan solo llegar me recibieron con un té en el resguardo de sombra en mitad del hostil paisaje. El té es parte de la cultura marroquí. Esta infusión es un acto de cortesía, respeto y agasajo hacia los invitado y visitantes. A toda hora y en cualquier lugar de Marruecos esta bebida se hace presente perfumando sus rincones, sus calles y sus casas, sus mercados y también sus jaimas.

Hasta el Sahara en Vespa: te en una jaima.
Y algo que no se puede dejar de hacer en el desierto es pasar una noche en mitad de las dunas. A pesar de la baja temperatura por la época del año, merece la pena aguantarse el frío por mirar el cielo en la noche y ver una estela blanca de estrellas sin fin.
Era momento de volver, dejar atrás Merzouga y desandar el camino hasta Midelt como escala, y después seguir hasta la ciudad imperial de Mequinez, capital de la región Mequinez-Tafilalet.
Esta ciudad del siglo X, fundada por la tribu bereber meknasies, tuvo su apogeo en el siglo XVII cuando el sultán Mulay Ismail estableció la ciudad cómo capital.
Mequines es la más modesta de la ciudades imperiales de Marruecos, y menos agobiante.
La plaza el-Hedim es un lugar importante, cuando cae el día se convierte en un punto de encuentro, el ajetreo toma la plaza, junto con encantadores de serpientes, representaciones teatrales y vendedores ambulantes, familias que se pasean y turistas curiosos entre los cuales me encuentro.

Una pared de montañas en este vasto territorio marca la frontera entre Marruecos y Argelia
Junto a la plaza se encuentra Bab Mansour, la puerta principal a la antigua medina. Recorrer los zocos es una actividad obligada en esta ciudad declarada patrimonio de la Humanidad.
Después de dos días en Mequines continúe mi vuelta hacia Madrid. Esta vez Asilah, en la costa atlántica del norte de Marruecos, sería la última ciudad por visitar de este país antes de regresar a la península ibérica.
La ruta se complicó en este tramo. Tenía que dirigirme hacia Sidi Kacem y erré el camino, perdí algunas horas entre pistas rurales sin saber dónde estaba hasta que en un cruce me topé con la N4. Sabía que esta carretera en dirección a Kenitra me enlazaría con la A1 que conduce hasta Asilah.
La costa atlántica por la A1 huele a mar, y su aire cargado de humedad me arrastran hacia Asilah. La ciudad está tranquila, es final de noviembre y temporada baja para el turismo. Su gran paseo marítimo por donde voy buscando alojamiento está casi desierto. Llego hasta el extremo norte de la ciudad doy vuelta a una rotonda y vuelvo empezar. Localizo la medina amurallada y me alojo a dos calles de la antigua ciudad. Me siento cansado pero feliz de estar en este lugar junto al mar. Su medina está rodeada por grandes murallas construidas en el siglo XV con casas pintadas de blanco y azul añil. El ambiente es distendido, la limpieza y la tranquilidad llega a todas sus callejuelas, sus paredes están adornadas por murales de artistas que la visitan y decoran. Hay mucha artesanía local, pinturas, trabajos en cuero, esculturas de madera, costura tradicional etc.

Asilah, en la costa Atlántica.
Cuando la tarde empieza a dar paso a la noche los pescadores vuelven de la mar para vender el pescado del día a la salida del puerto, junto a las murallas de la ciudad. Producto fresco y de buena calidad a un precio económico, que no tarda en venderse entre los habitantes y dueños de restaurantes que después comercializan el producto.
Por la noche bajo hasta el muelle para contemplar la ciudad a lo lejos, el ruido del mar no cesa y el viento azota las murallas iluminadas bajo el brillo de luna.
Asilah fue el último lugar para visitar de este fascinante país.
Al tercer día volví sobre la moto, apenas 30 kilómetros distan de Tánger, donde tengo que tomar el ferry hacia la península ibérica.
Atrás quedó Asilah y también quedó atrás Marruecos. El anuncio por megafonía avisa del embarque de vehículos al ferry, la Arrabalera vuelve a cruzar el estrecho. Del otro lado Tarifa, la influencia del viento le otorga el apodo de “La capital del viento”.
La ciudad y su amplia playa son testigo de la unión entre el mar Mediterráneo y el océano Atlántico, también de mi paso fugaz por allí en mi vuelta a Madrid.
Me despide una llovizna que se convertirá en lluvia por Sevilla y chaparrón en Mérida donde paso mi última noche. Por la mañana el cielo continúa cerrado y se pronostica más lluvia.
Dejo Mérida a las 8 de la mañana, el frío de la península me castiga con ráfagas de viento, en Navalmoral de la Mata la lluvia cae intensamente; solo pienso en llegar a casa. Rodaba de vuelta por las autovías españolas cargadas de vehículos, la lluvia se disipaba pero a cambio el viento soplaba más fuerte y en mi contra. Me recordaba al primer día saliendo de Madrid a Granada. Como si fuese un circulo que se cerraba el viaje llegaba a su fin cumpliendo todas las expectativas de los 3.250 kilómetros recorridos.
¡Fue un gran y fantástico viaje! ¡Un viaje con viento a favor!

Texto y fotos: Matías Rampón.

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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