Picos de Europa cumple 100 años
Rutas en moto por EspañaRutas y viajes 22 julio, 2018 Quique Arenas 4
Asturias tiene un clima que forma parte de su idiosincrasia. Está presente en tertulias, planes, prados y montañas. Una adivinanza incierta que al viajero en moto le pone, junto al mapa, un juego de triles donde el sol se esconde bajo los cubiletes de un Tahúr caprichoso. Entras por la provincia de León a través de la Ruta de la Plata, en pleno verano, atraviesas el túnel del Negrón y… ¡zasca!, el Principado te saluda disfrazado de Mordor.
O estás absorto mirando las huellas de dinosaurio en la playa de la Griega, en Colunga, con el cielo limpio como la dulce desembocadura del Libardón, te subes a la moto para disfrutar de unas vistas únicas desde el Mirador del Fito y… ¡nanay! Ni sierra del Sueve, ni panorámica aérea de la costa, ni nada de nada. Tan solo un blanco lechoso, denso y húmedo como una sábana pegajosa, que te rodea en un abrir y cerrar de ojos e impide ver la matrícula del compañero de ruta. Mientras, los cuervos revolotean con sorna, como sacados de una partitura de Alan Parsons.
Pero así ye Asturies. Por eso, cuando el cielo se abre diáfano como un cristal y los rayos del sol se clavan como lanzas brillantes en esta tierra protegida, la conducción con el horizonte despejado se torna mágica.
Centenario del primer Parque Nacional
Si, además, cuentas con un anfitrión excepcional, como Constantino Suárez (Tinosyn), rodar por las carreteras de los Picos de Europa es un lujo que confiere al viaje un valor extraordinario. El 22 de julio de 2018 se cumplen cien años desde que el Alfonso XIII decretase, en su retiro veraniego de San Sebastián, la Ley por la que se declaraba el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga como primer parque nacional de España. La norma se publicó en la Gaceta de Madrid del 24 de julio de 1918.
Tino es un grandísimo conocedor de su tierra. Junto a Félix R. Sarmiento organiza desde hace años una ruta por Asturias que cubre 1.000 kilómetros en un fin de semana, y que atraviesa decenas de puertos de montaña. También de regiones vecinas, como Castilla y León o Cantabria. Lo llaman la Imserso Rider. Qué guasones. Hablamos de ello en el restaurante “El Abuelo” de Cangas de Onís, propiedad de Juan Ramón Martínez, motero y amigo. La comida en Asturias, como le pasa al tiempo, también forma parte inherente de su carácter. Y de aquí, de los fogones de esta preciosa casa, salen algunos de los platos típicos más deliciosos de la gastronomía canguesa: arbeyos, fabada, escalopines al cabrales, pote asturiano… Id pensando en aflojar los ajustes de velcro de vuestros pantalones de cordura. Aquí, la cordura es probarlo todo. Poco quedará en el plato.
Nuestras motos descansan frente a la iglesia parroquial de Santa María. Muy cerca de donde se ha instalado la moto-escultura de 2.500 kilos creada con regodones de río y dos enormes piedras labradas como ruedas, idea de Silfredo Torrado (creador de La TraVespera). Nuestro amigo José Montero nos recuerda el punto exacto donde se encuentra esta curiosa obra, que se ha incorporado por merecimiento propio a los puntos de interés del concejo.
Asturias es tierra de grandes exploradores, grandes aventureros. También sobre ruedas. Como Ángel Rodríguez Cuende, más conocido como “El Roxu” o Santiago Fernández Guardado, ambos con centenares de miles de kilómetros en su haber. Y también es el paraíso para quienes, desde jóvenes, soñamos muy pronto con subirnos a nuestras motos y vivir emociones y aventuras en busca de espectaculares trazados. Y poco hay, no en nuestra Península, sino en toda Europa, que pueda compararse a la belleza extrema de los paisajes y rincones que atesora la tierra de la que fuera rey don Pelayo, una figura unida inexorablemente a Cangas de Onís.
Tras la invasión musulmana de 711, Pelayo y sus hombres derrotan al ejército capitaneado por Alqama en la batalla de Covadonga, el último enclave cristiano que aún resistía a ser conquistada por las huestes norteafricanas de Tariq y Muza. El nuevo rey, emblema del inicio de la Reconquista, establece su corte en Cangas, primera capital de Asturias. Una estela en el emblemático puente romano del municipio testimonia el reconocimiento de la ciudad a semejante gesta. Bajo el arco central, sobre las aguas del Sella, pende una reproducción de la Cruz de la Victoria que, según algunos, recrea la figura de madera que el rey de los Astures enarboló durante su victoria en Covadonga, aunque su datación y uso parecen ser posterior y ceremonial. Las letras griegas “alfa” y “omega” cuelgan en cada brazo de la cruz. Un símbolo que es emblema del Principado, y que figura en su escudo y su bandera.
Y de tiempos pasados a nuestros días: Cangas se ha transformado en uno de los máximos exponentes del turismo activo del norte peninsular. Las propuestas son muy variadas: senderismo, rutas en 4×4 y en quads, descenso de barrancos, espeleología, escalada, paseos a caballo, pesca, senderismo y… cómo no, paseos en canoa, como el descenso que ha dado fama mundial al río Sella. Les Piragües está declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional. La prueba se puso en marcha a comienzo de los años 30 del siglo pasado y tiene su salida en Arriondas, el primer sábado de agosto. El número de participantes supera en cada edición el millar, provenientes de casi una treintena de países. Deporte, diversión y aprovechamiento vacacional es una buena mezcla y una buena coartada. Para quien no desee renunciar a las bondades de la mar, el Cantábrico aguarda a menos de media hora de conducción.
Pero hay muchos más motivos para visitar la zona: abundan las manifestaciones culturales y el patrimonio arqueológico y artístico: desde yacimientos del Paleolítico hasta iglesias medievales y casonas palaciegas (la más antigua la de Soto Cortés del S. XVI). La Oficina de Turismo de Cangas de Onís, ubicada en la Casa Riera (un edificio de arquitectura indiana), nos ofrecerá suficiente información como para destinar varias jornadas a disfrutar con los atractivos del entorno.
También existen numerosas rutas de interés. Como la de Favila (hijo de don Pelayo y segundo monarca soberano de Asturias), que propone la visita a la Capilla de la Santa Cruz, al lugar de su muerte a manos de un oso en Llueves, y el Monasterio de San Pedro de Villanueva. Otra ruta recomendable es la del Románico, que incluye la visita a numerosas iglesias, como las de Santa María de Villaverde, San Pedro de Con y San Martín de Grazanes.
Desde Cangas hasta el Santuario de Covadonga, en verano pasa más gente que por una estación de metro madrileña en hora punta. Pero es lógico. Nadie quiere –ni debe- quedarse si ver este paraje único. Se dice que “Covadonga es todo. Sin Covadonga, nada”. Y allí, en aquella recóndita cueva, rodeado por una naturaleza sobrecogedora y energías telúricas, Pelayo consumó su emboscada y unió su nombre para siempre al de la Historia actual de España. Una imponente estatua en bronce tallada por Eduardo Zaragoza en 1964 preside el espacio anexo a la basílica neorrománica de Santa María la Real, construida sobre el cerro del Cueto.
Sus restos y los de su esposa Gaudiosa descansan en la Santa Cueva de Covadonga, la gruta convertida en santuario católico que alberga una capilla dedicada a la Virgen de Covadonga, la Santina. Perforando la roca, las aguas del río Deva se precipitan hasta formar un estanque, en una de las imágenes más arrebatadoras de cuantas se puedan presenciar en nuestro país. Decenas de miles de visitantes acuden a este centro de peregrinación espiritual. No olvidemos que allí, hace 1.300 años, venció la cristiandad (Aquí en el Monte Auseva, morada inmemorial de la Virgen renació la España de Cristo con la gran victoria de Pelayo y de sus fieles sobre los enemigos de la Cruz Años 718-722; inscripción visible en los bloques de piedra situados en la explanada inferior de Covadonga).
Del pasado medieval del Santuario apenas quedan vestigios (unos sepulcros del siglo XI en el claustro de la Colegiata), ya que el antiguo templo, construido dentro de la Cueva, ardió en un incendio el 15 de octubre de 1777. Nada se pudo recuperar, ni tan siquiera la talla románica de la Virgen.
Las montañas que rodean este enclave generan un escenario al que uno quiere volver. Siempre. Tal vez por eso, esta vez con Tino, vuelvo a enfilar el carreterín que trepa hasta los lagos. Durante la comida, me ha contado que en agosto suben en grupo con las motos hasta casi tocar la gran bóveda constelada. Aprovechan que en los meses centrales del año las noches son benignas. Y miran al cielo. Y charlan. Y sellan amistades. Casi soy capaz de verme allí, junto a ellos, contando estrellas fugaces, como cuando de niño soñaba con adivinar por qué parte del firmamento aparecería la siguiente.
Aquel día, sin saberlo, también nosotros haríamos ese recorrido. En busca de un teléfono móvil que finalmente no apareció. En la oscuridad de la noche se refugiaban los jabalíes buscando comida en las primeras curvas de ascenso. Invisibles ellos para nosotros… e invisibles nosotros para ellos, pues no acusaban nuestra furtiva presencia ni mostraban síntoma alguno de temor cuando fueron descubiertos por nuestros haces de luz. Los animales salvajes campan a sus anchas en este enorme parque nacional de 67.455 hectáreas. Tal vez por eso, un zorro acude al aparcamiento del Ercina donde intentamos localizar el smartphone, no para colaborar en las tareas de búsqueda, sino para preguntarnos si estamos dispuestos a compartir los bocadillos de lomo con queso que llevamos a modo de improvisada y tardía merienda. Menudo olfato fino. Aquella imagen, con el animal comiendo prácticamente sobre nuestras manos, no se nos olvidará fácilmente. Los ojos le brillaban como pequeñas velas en un cobertizo, y su rostro era amigable y expresivo, como si entendiese nuestra preocupación. Tenía un pelo del color del otoño y una cola tupida. El teléfono no apareció. Pero el zorro sí. Y un cielo cubierto de millones de palpitaciones también. Prometí volver. Con mejor ánimo. Tal vez en verano. Tal vez para contar estrellas fugaces, y no un Galaxy extraviado.
Es un pecado no conocer Covadonga. Es imposible no regresar. Una y mil veces. La primera vez que vine fue en 1996. Con una Kawasaki KLE 500cc, un mono de cuero Dainese blanco y rosa de segunda mano y las botas de la mili. Telita con la combinación. Ah, y con una especie de incomprensible bigote al estilo Jimi Hendrix. Tenía 19 años, y cuando no estaba tocando la guitarra estaba subido a una moto. Aquel fue mi primer gran viaje. Así lo sentía, tal cual: qué fantástica aventura. Recuerdo a la perfección la sinfonía de curvas, el sonido de los avisadores de las estriberas, como pellizcos de lija que trataban de advertirme estérilmente de que aquello no era un sueño, aunque a mí me lo parecía. No había Internet, ni redes sociales, ni amigotes que conocieran mundo. Todo estaba en los libros, y aquello era un auténtico descubrimiento. Un maravilloso descubrimiento. Hoy en día, dos décadas después, todo sigue igual. Por fuera… y por dentro. La ilusión es la misma. Y la carretera que sube hasta los cielos, también. Bueno, ahora mejor asfaltada y con mejores protecciones ante los abismos.
Aquella primera vez subí con Javier Pérez y su Honda Africa Twin. Esta última, con Tino y su flamante BMW R1200 RT. Son 13 kilómetros de vértigo y contención de emociones. A veces falta la respiración, pues las curvas y el paisaje sobrecogen. En las primeras rampas se asoma el mirador de los Canónigos, aunque las mejores panorámicas se obtienen desde el mirador de la Reina. En días despejados, la visión es infinita y abajo, como perteneciente a otro mundo, aparece diminuta la basílica. Vamos ganando altura, observando la sucesión de valles y montañas donde suelen tener aposento las nubes. El macizo del Cornión es un monstruo ciclópeo que alberga en sus posesiones dos espejos de origen glaciar: los lagos Enol y Ercina. Hay, en justicia, una tercera laguna, muy traviesa, que en realidad es una leve depresión colmatada. Se trata del Bricial, que solo acumula agua durante deshielos y tras fuertes lluvias. El altímetro supera los 1.000 metros, y las vacas comparten verdor con los cientos de miles de personas que llegan hasta los alrededores del Centro de Visitantes Pedro Pidal, cuyo nombre recuerda al impulsor de la Ley de Parques Nacionales, a la sazón Marqués de Villaviciosa. Las instalaciones se encuentran próximas al aparcamiento de Buferrera, entre los miradores del Príncipe y de Entrelagos.
Continuando el ascenso se toma una curva que nos descorre el telón de la Vega de la Tiese, el lago Ercina y la loma de la Picota, una antigua morrena glaciar. De fondo, como centinelas ensoberbecidos, las crestas nevadas del macizo de las Peñasantas. La Torre de Santa María o Torre Santa de Enol, con sus 2.486 metros de altitud, es la segunda cumbre en altura del Macizo Occidental de los Picos de Europa. Qué sitio. Y pensar que hay gente que busca fuera lo que tenemos tan cerca…
Conviene parar. Si es que no lo hemos hecho ya cien veces durante la subida. Todo es fotogénico. Todo es una fábula continua.
Los prados que envuelven el Ercina son un jardín gigantesco. Caminas siendo escoltado por los megalodones que dormitan petrificados en derredor, mientras las aguas cristalinas reflejan una naturaleza poderosa y enigmática.
A veces ocurren sucesos increíbles. Como cuando siete excursionistas se hundieron en enero de 2017 en las aguas congeladas del lago. Caminaban sobre el hielo para hacerse un selfie y la superficie se quebró. Todo quedó en un susto.
En época estival, debido al aluvión de visitantes, la CO-4 se cierra a vehículos particulares (incluyendo a las motos) y se establece un sistema de regulación del acceso a través de autobuses, cuyo servicio se presta igualmente en Semana Santa, puentes festivos de otoño e invierno y mayo.
Cuando las masificaciones desaparecen, el Parque recupera su pulso agreste. Con la moto aparcada en Pandecarmen, en los Campos de la Torga dan ganas de sacar una hogaza de pan, un trozo de queso gamoneu y descorchar una botella de sidra mientras se te viene una y otra vez a la mente el epitafio grabado en la roca sobre la tumba de Pedro Pidal, fundador del Parque Nacional: “En estas montañas queremos vivir, morir y descansar para siempre, pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de las águilas y los rebecos, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, emoción, ensueño y transporte inolvidables”.
Quique Arenas.-
Javier
26 abril, 2020 #2 AuthorGrandes relatos sobre las rutas por España, enhorabuena. ¿Sería posible que adjuntaseis un enlace con la ruta (GPX, Google Maps, etc) para poder replicar la misma experiencia?
Fran6
5 mayo, 2020 #3 AuthorLa verdad es que se agradecería un GPX de esta ruta tan motera. Saludos y gracias.