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Morille, ¡viva el arte! Morille, ¡viva el arte!
  A la comarca salmantina del Campo Charro no es apta para quien padezca de agorafobia: interminables dehesas y campos de suaves ondulaciones permiten... Morille, ¡viva el arte!

 

Morille, un municipio muy peculiar.

A la comarca salmantina del Campo Charro no es apta para quien padezca de agorafobia: interminables dehesas y campos de suaves ondulaciones permiten que la vista se pierda muy lejos, entre encinares, toros bravos y cerdos ibéricos.

Dejando de lado la ciudad de Salamanca, los pueblos del Campo Charro se desangran por la despoblación, aldeas en las que es difícil ver niños correteando por sus calles, y los mayores se aferran a su cayado mientras desean que su micromundo siga siendo una fortaleza intemporal donde todo el mundo se conoce.

Morille no es, aparentemente, la excepción. Pese a estar a sólo 20 kilómetros de la capital salmantina, vive su día a día a espaldas de la urbe; no está de camino a ninguna parte y para llegar hay que transitar por carreteras que no tienen líneas delimitadoras de carril. Sin embargo, Morille marca diferencias con sus vecinos: a fin de cuentas, no hay muchos lugares donde el cartel de bienvenida esté ilustrado con un platillo volante.

Manel Kaizen.

Morille tiene 230 habitantes, y una historia fabulosa que explicar.

El precursor de todo esto nunca se reconoce como tal, y cuando el cronista insiste en señalarle, tira pelotas fuera: “no quiero ningún protagonismo”, me ruega Manuel Ambrosio Sánchez, Manolo, un profesor universitario de literatura que en 2003 presentó su candidatura para gobernar en aquel pueblo. Ganó, y nada más sentarse en el despacho consistorial, implantó una filosofía basada en la utilización del arte como punta de lanza para prosperar. Sí sí, he dicho arte. La primera victoria –y en mi opinión, la más apabullante-, fue que el tío de la boina y la mujer de chal y misa dominical compraran una idea tan revolucionaria. Hubo reticencias, claro, pero las voces discordantes enmudecieron conforme el pueblo iba metamorfoseando hacia otra cosa, sutilezas como murales de colores, placas de calles que son pequeñas obras de arte rústico, un camino de ronda asfaltado (que los vecinos llaman jocosamente “la M-40”), y esa guinda llamada “cementerio del arte”. Pero esto lo dejaré para el final, una vez haya hablado con su creador.

Morille nunca parece tener un “no” para cualquier propuesta cultural, pseudocultural o contracultural que se le plantee. Tiene tres bibliotecas (una de acceso libre las 24 horas gracias a una tarjeta magnética, otra con volúmenes de valor histórico y la nueva del centro de exposiciones), dos albergues para peregrinos, un museo de la imprenta y un espacio de inminente inauguración dedicado al artista multidisciplinar José Luis Serzo. Por lo demás, en cualquier rincón es posible encontrar esculturas, murales o cualquier otra expresión artística como una “parada de autobús” que en realidad es una gigantesca composición del artista Florencio Maíllo, y que homenajea a las gentes del campo.

Dejen aquí las armas (¿?)

Mención aparte merece el “Encuentro y Festival transfronterizo de poesía, patrimonio y arte de vanguardia en el medio rural”, más conocido como PAN, y que en 2019 celebró diecisiete años en la brecha. Manolo es su director.

Por supuesto, hay mucho más: el “monumento a la maestra” junto al ayuntamiento, una sala polivalente de exposiciones llamada “Centro de Estudios del Viaje de Morille” (CEVMO), o rincones en los que es posible hallar libros de intercambio.

Con toda esta movida, no fue difícil convencer al mismísimo Germán Coppini para que viniera a dar un concierto en la Tenada municipal, desbordando el espacio con un “llenazo” de 150 personas, dos terceras partes del pueblo. Sucedió un sábado, 13 de julio de 2013, y nadie sabía que aquel iba a ser el último concierto de Germán: cuatro meses más tarde murió de un maldito cáncer. Poco después, la Tenada Municipal fue rebautizada con su nombre.

Si con esto crees que ya has tenido suficiente, espérate a recorrer un kilómetro de camino fácil en las afueras, detente a la altura de unas cabinas amarillas que distorsionan la coherencia del paraje -son antiguas casetas de control fronterizo hispanoportugués-, y date por bienvenido al “cementerio del arte”.

Morille, cementerio del arte.

A falta de una guía para interpretar lo que hay en estas siete hectáreas de terreno (Manolo me comentó que estaban en ello), decidí acompañarme por un entendido, y quién mejor que su creador, el inclasificable artista Domingo Sánchez Blanco. Desgraciadamente, una terrible “gota fría” arruinó nuestro encuentro. Fragmento de la conversación mantenida la noche anterior:

-“Manel! Estoy sitiado en el octavo piso de un hotel en Alicante, por la ventana veo que el agua se lo está llevando todo en la calle… Si los cimientos aguantan, llámame mañana cuando llegues a Morille y hablamos el rato que haga falta”.

Pues fue necesario hablar, porque allí no se entendía nada, cosa que pareció halagar a Domingo porque su intención era precisamente esa, que cada visitante cavile su propia moraleja… Bienvenidos al “cementerio del arte”, o Museo-mausoleo como lo llama su creador, lugar donde decenas de expresiones artísticas sin criterio uniforme acaban su existencia bajo tierra.
Todo empezó recién iniciado el siglo XXI, con el ocaso vital del filósofo, ilustrador, pornógrafo y escritor francés Pierre Klossowski. Domingo Sánchez y Javier Utray, admiradores confesos, volaron a París para plantearle una última performance: la cesión de sus cenizas para integrarlas en vete a saber el qué, todavía debían pensarlo: “¡Claro, contad con ello!”, concedió el nonagenario artista para sorpresa de peticionarios, futura viuda y amigos allí presentes.

Con el alcalde, Manuel Ambrosio Sánchez Sánchez.

Meses después, el 12 de agosto de 2001, Sánchez y Utray recibieron una llamada de teléfono: Klossowski acababa de morir. Sin pensarlo dos veces, subieron al Pontiac Grand Prix de Utray, y se lanzaron rumbo a Paris en un viaje sin interrupciones, que a toro pasado Sánchez rememora como una “road-movie”. El velatorio parisino fue tan anómalo como la vida de sus protagonistas: Sánchez recordó a la viuda el trato de las cenizas, mientras le pedía un baile para seducirla; el músico Nick Cave, también presente, improvisó algo a capella, sin acabar de entender qué diablos estaba pasando allí; todo empeoró aún más cuando “Tito”, artista catalán amigo de Sánchez, empezó a tirar los tejos al compositor australiano…

Ya de vuelta con las cenizas, quedaba pendiente qué hacer con ellas; la solución vino gracias al modo que tenía Utray de visitar los museos en general, y el del Prado en particular: dando vueltas a su perímetro al volante del Pontiac, ya que sostenía que “las salas de exposiciones parecen un velatorio, con las obras de arte a temperatura constante, y los visitantes con caras circunspectas”. “Pues démosles sepultura”, apuntilló Sánchez. Acababa de nacer la idea de un “cementerio” para enterrar obras de arte.

Hacía dos años que Manuel Sánchez era alcalde de Morille, cuando recibió una llamada de su amigo Domingo:

-Manolo, quiero construir un cementerio en tu pueblo.

Y claro, Manolo no le dijo que no. En 2005, el consistorio cedió 7 hectáreas, que creía de su propiedad, para llevar a cabo aquella performance. Resultó que no todo el terreno era público, siendo una parte propiedad de… la Hacienda española. Tras un primer rifirrafe resumido en Papá Estado diciéndole al ayuntamiento que “si quieres los terrenos, págamelos”, finalmente la solución llegó en forma de recalificación parcelaria como “Museo Universal”, de cesión indefinida siempre que el uso fuera museístico…

Los "entierros" de Morille.

¿Un museo? ¡Claro claro, ningún problema en denominarlo así! ¡Estos artistas son respetadísimos en el panorama nacional, tienen los teléfonos de Mariscal y Manel Barceló! Sin quererlo ni desearlo, el Estado pasó a ser promotor del museo más inverosímil del país, o directamente un anti-museo.

El primer entierro, las cenizas de Klossowski, se llevó a cabo faltando una semana para la Navidad de 2005; aprovecharon el acontecimiento para dar también sepultura al Pontiac de Utray, en una ceremonia donde no faltó la banda de música, un carruaje funerario con las cenizas, dos bailarines de break-dance (?) y el pueblo en comitiva tras la grúa que transportaba el Pontiac. Utray se presentó con un sombrero azul y un hacha cruzada en la espalda, y tras subir a un atril improvisado frente a las fosas, manifestó a los allí presentes que “esto es arte, hacer lo que no hay con lo que hay”; dicho esto, el Pontiac fue depositado en un sarcófago de hormigón que a duras penas le dio cabida, cubriéndolo posteriormente con una losa. Klossowski fue enterrado junto al coche, señalando la tumba un epitafio tan surrealista como los motivos que le habían llevado hasta allí.

Morille está situado en la comarca del Campo Charro.

Posteriormente, se fueron sucediendo entierros hasta la sesentena actual. Allí hay de todo, desde una camiseta de la selección española de fútbol al rollo de la película Enterrados, de Rodrigo Cortés, pasando por un busto de bronce de Paul Naschy, e incluso un piano que, mientras desaparecía en la fosa, iba siendo tocado por Juan Hidalgo para enterrar también la última nota. Sobre el terreno, lápidas generalmente atornilladas en grandes piedras no dicen lo que hay bajo ellas, en su lugar se pueden leer frases desconcertantes, descacharrantes o directamente incomprensibles.
En un extremo de este camposanto que no tiene nada de santo, una columna hecha con vallas tipo bionda y coronada por un par de botas de motorista regala un guiño a nuestro colectivo: “Simón en el desierto” se llama la obra, y el día que se erigió se juntaron allí casi 400 riders a bordo de sus motos: se marcharon sin saber a qué debían atenerse frente a aquella columna. Por no saber, ni siquiera sabían quién demonios fue ese tal Simón.

Las de Klossowski no son las únicas cenizas: el ceramista Jaime Bueno Rontomé también se hizo enterrar en una tumba decorada con filigranas muy de su oficio.

Hay un centenar de entierros en lista de espera, que garantizan al lugar un futuro de expansión.

Manel Kaizen, mimetizándose.

A estas alturas, probablemente ya tengas claro que quieres ver aquello con tus propios ojos, o bien deseas evitar aquella broma delirante, incomprensible y decididamente urdida por una mente inestable… Seas del bando que seas, podemos seguir debatiéndolo en el PAN 2020, dicen que me guardan un sitio.

Texto y fotos Morille: Manel Kaizen.-

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Quique Arenas

Director de Motoviajeros, durante más de 25 años, en sus viajes por España, Europa y Sudamérica acumula miles de kilómetros e infinidad de vivencias en moto. Primer socio de honor de la Asociación Española de Mototurismo (AEMOTUR), embajador de Ruralka on Road y The Silent Route. Autor del libro 'Amazigh, en moto hasta el desierto' (Ed. Celya, 2016) // Ver libro

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